Al momento de escribir esta colaboración, la presidenta Sheinbaum y quienes conforman “la cuarta transformación” cuentan con las reformas constitucionales que han considerado necesarias para gobernarnos. Desde el pasado 5 de febrero, quedó claro lo que el expresidente López Obrador propuso para sí mismo y para sus seguidores, sus adversarios, los electores y su sucesora. La victoria del 2 de junio permitió realizar tales propuestas mediante el Congreso federal y las legislaturas locales de él resultantes.

Quien mire el texto constitucional vigente, encontrará las bases para la completa reconfiguración en clave electoral de buena parte de la judicatura nacional; la reconversión de los órganos constitucionales autónomos en secretarías de Estado; la final asignación de la Guardia Nacional a la Secretaría de Defensa; la posibilidad de que soldados y marinos sean una fuerza de tarea gubernamental; la condición preferencial para que indígenas y afromexicanos accedan a nuevas condiciones territoriales; el uso renovado del transporte ferroviario; el retorno de las empresas productivas del Estado a una condición de dominio administrativo; la garantía de vivienda para los trabajadores formales; la inimpugnabilidad de los cambios constitucionales; la consagración de la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres; la ampliación de los supuestos de la prisión preventiva oficiosa; la creación de los jueces sin rostro, y la prohibición de los vapeadores y del fentanilo.

Con este amplio, discontinuo y difuso catálogo de posibilidades jurídicas y, desde luego políticas, la presidenta Sheinbaum y el oficialismo cuatroteísta tratarán de ejercer su acción de gobierno. Más allá de lo pintoresco de algunas reformas y de la grave seriedad de otras, en estas modificaciones es posible visualizar las bases de lo que la nueva clase gobernante considera —por decisión propia o impuesta— necesario, cuando no, de plano, absolutamente indispensable, para ejercer su presente y futura acción pública.

Es posible identificar algunas constantes en los cambios. El primero, la difuminación de los frenos y contrapesos gracias a la designación de los titulares de los poderes judiciales o la adopción de las funciones de los desaparecidos órganos constitucionales autónomos. El segundo, la posibilitación del militarismo como forma ordinaria de gobierno. El tercero, el avance del punitivismo mediante el ocultamiento de la justicia —jueces sin rostro— o el desconocimiento de la presunción de inocencia —prisión preventiva oficiosa—. El cuarto, la reformulación de la simbología del nacionalismo patrio en la forma de ferrocarriles y la producción de petróleo o electricidad.

Entre símbolos, añoranzas y promesas, el oficialismo ha reconstituido las bases para concentrar las principales tareas de gobierno. Su fuerza partidista y electoral ha permeado la institucionalidad nacional. Como en los mejores años del priismo clásico, lo decidido en alguna de sus varias cúpulas partidistas, legislativas, administrativas o sociales, repercutirá en los poderes públicos institucionalizados. Las decisiones cupulares del parcialmente descentralizado morenismo, definirán los rumbos institucionales hasta que, ya lo veremos, las determinaciones terminen por concentrarse en una sola persona o un pequeño grupo, o se restablezcan algunos frenos y contrapesos al dominio que aspira a ser total.

Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio

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