A menos de diez meses de que termine el sexenio, son evidentes los problemas y los fracasos del periodo presidencial de López Obrador. Los datos chocan con la narrativa triunfalista que el presidente de la República y sus seguidores tratan de imponernos cotidianamente. Que la seguridad es mejor que en otros momentos de la vida nacional; que con una farmaciotota se resolverán los problemas del sector salud; que las desapariciones eran en realidad un problema de cifras. Si no en todos, en muchos y variados aspectos las cosas no marcharon bien para un presidente que soñó con estar a la altura de los próceres de la patria.
Agotado el tiempo de las promesas, hemos entrado en el de las negaciones. Se acumulan los discursos para rechazar la realidad de lo que acontece en el país y continuar culpando al pasado y a sus imaginarios procuradores. Para sostener que todo va bien o, al menos, mejor que antes. El episodio negacionista encierra un aspecto paradójico. En su necesidad de ser todo, López Obrador se mira y se nos muestra como el hacedor de nuestra brillante realidad presente. Como su único constructor. Sus colaboradores, descentralizados y difuminados, no aparecen ni aparecerán. “La gloria en la que todavía se piensa que estamos y lo que más adelante lograremos”, sólo puede pertenecer a un hombre. ¿Qué sucederá cuando la palabra no alcance más para cubrir la realidad, cuando los huecos y las torpezas se palpen generalizadamente, cuando la rampante corrupción finalmente se muestre? En ese no tan lejano momento veremos cómo se ajusta el discurso de la presencia omnímoda e infalible. ¿López Obrador jugará la carta de la víctima para mantener su omnipresente imagen o, por el contrario, comenzará a atribuir responsabilidades y errores a sus seguidores aun a costa de perder su centralidad?
Al analizar el Macbeth de Shakespeare, Chesterton consideraba que la tragedia de las personas se producía cuando piensan que sus conductas no tendrán consecuencias o efectos en su vida. Al suponer que, por alguna razón, ciertos comportamientos conservarán una condición particular con respecto a su propia y general biografía. Es bajo esta perspectiva como, me parece, López Obrador ya construyó su propia tragedia.
Él cree, todavía bajo los influjos de su autoglorificación, que lo mucho que se ha logrado se debe a lo mucho que él es y ha hecho. Que quienes han tenido la fortuna de acompañarlo en su viaje adquirirán importancia histórica refleja. Sin embargo, y pronto, la acumulación de desaciertos patentes, confusiones operativas o tolerancias inaceptables, terminarán por significar al periodo que languidece. Entonces será difícil construir un discurso a beneficio de inventario, en donde lo que de bueno haya, será por la labor de un hombre que no ha permitido acompañamientos ni delegaciones, mientras que lo negativo será sólo el producto de colaboradores venales, incapaces o no comprometidos.
La tragedia de López Obrador ya está escrita. En su afán de serlo todo, no ha dejado espacio para nadie. Cuando las culpas y las responsabilidades se asignen como resultado de las necesidades políticas o de ciertas naturalezas humanas, la centralización permitirá la individualización. Como tantos otros personajes históricos, el aludido buscará justificar su proceder apelando al consabido juicio de la historia. Quienes lo acompañaron en el viaje y de él se beneficiaron, tomarán el conocido camino de la imputación centralizada frente a quienes en su momento no quisieron o no pudieron asistir, lo que para efectos de su negación es igualmente irrelevante.