En mi anterior colaboración (13/mayo/2025) denominé “dilema de la impunidad” a la situación que enfrenta el poder público de un país cuando, para contener a quienes actúan contra el orden jurídico, tienen que transformar la procuración y la administración de justicia a sabiendas de que las nuevas autoridades podrán actuar en su contra poniendo en riesgo su permanencia y la existencia del régimen. En México vivimos este dilema desde hace años y ello explica la falta de cambios en la justicia y los avances tanto de las actividades delincuenciales como de su presencia social. Las autoridades de nuestro país no pueden mejorar la procuración ni la impartición de justicia porque los nuevos funcionarios actuarían en su contra, pero tampoco pueden combatir a las delincuencias que las corrompen y amenazan porque carecen de los medios para hacerlo dentro de los márgenes constitucionales que legitiman su existencia.
La reforma judicial que está en marcha se ha querido mostrar como un intento para modificar el actual estado de cosas y romper el dilema apuntado. Desde luego que ello no es así. La reforma judicial no fue pensada ni realizada para aumentar las capacidades técnicas de los juzgadores. Su propósito ha sido lograr la lealtad del aparato judicial al movimiento político proponente mediante la justificación electoral de los nombramientos.
Desde el establecimiento de los perfiles, la disminución de los requisitos profesionales y la anulación de los requerimientos de experiencia quedó evidenciado que López Obrador y sus legisladores buscaron privilegiar las adhesiones personales o partidistas por sobre las capacidades jurisdiccionales. Al conocimiento del derecho se le asignó una relevancia menor que a las pertenencias probadas o a las lealtades demostradas. Conforme a los motivos y objetivos buscados, el proceso electoral generará juzgadores con pocas competencias profesionales. Esta disminución se manifestará en las condiciones de acceso a la justicia, la duración de los procesos, la calidad de las sentencias o la falta de resolución de los conflictos humanos subyacentes a los formalizados litigios judiciales.
Además de los problemas jurídicos, la disminución de la capacidad técnica de los juzgadores dificultará la persecución de los delitos en general y, en particular, de los cometidos por quienes como delincuencia organizada atentan contra la existencia de los gobiernos federal y locales. Para procesar y sancionar legítimamente a los delincuentes es necesario cumplir con un conjunto de requerimientos que implican conocer el derecho. Los derechos humanos, los medios de prueba, los razonamientos judiciales y otros supuestos tanto procesales como sustantivos semejantes, son necesarios para lograr condenas penales, extinciones de dominio, extradiciones y otros medios legales de combate a esas delincuencias.
Cuando el presidente López Obrador decidió imponer su reforma judicial y sus subordinados aceptarla e impulsarla como lo han hecho, dejaron de considerar la realidad en la que están inmersos. Creyeron que con su reforma terminarán controlando a los incómodos juzgadores y sus formalidades judiciales. Imaginaron que los nuevos juzgadores les pertenecerán y no los perseguirán. Supusieron que su poder político se vería reforzado y podrían controlar a la nación entera, delincuentes incluidos. Lo que nunca vieron es que su reforma producirá jueces incapaces para perseguir jurídicamente a los delincuentes que amenazan su poder y su presencia. Su soberbia política los llevó a profundizar el dilema en el que ya se encontraban.
Ministro en retiro de la SCJN.@JRCossio