Cuando pensé en el tema que escogería para esta columna, decidí comentar sobre tres de las características que a mi juicio le faltan a la política y a los políticos en muchas partes del mundo, en particular en nuestro medio. Estas son: el apego a la verdad, la decencia del político y la dignidad en el ejercicio o la práctica de esa profesión. Lo hago, además, motivado por la conversación que en Saltillo sostuve recientemente en este tema con la joven, talentosa y comprometida diputada local, Beatriz Fraustro Dávila.
Al revisar algunos materiales que conservo por la relevancia que me parece tienen, encontré una frase publicada por Antonio Guterres, secretario general de la ONU, en sus redes sociales el 21 de enero de 2022: “Debemos recuperar la dignidad y la decencia humana. Debemos hacer que la mentira vuelva a estar mal”. ¡Qué manera de sintetizar un pensamiento complejo! Inicio esta colaboración con un comentario general. En alguna obra de Leonardo Padura leí que hay pocas cosas tan espantosas como acostumbrarse a lo horrible. En efecto, permitir que se normalice lo irregular, es un grave error. Eso pasa en nuestra sociedad.
Permanecer impávidos frente al desastre de la salud en el país es el resultado de lo anterior. Aceptar que los ochocientos mil muertos en exceso forman parte de lo inevitable, es una muestra de la existencia de la “sociedad anestesiada” que describió Julio Frenk tres años atrás. Mantenernos en silencio frente al desabasto y carencias de los servicios, la incorporación de médicos cubanos o el desastre de los programas de formación de supuestos médicos en las universidades del Bienestar, es irresponsable y falto de ética.
El diccionario de la Academia de la Lengua Española indica que la decencia se refiere a tres conceptos: por un lado, al recato, la honestidad y la modestia; por otra parte, a la dignidad en los actos y en las palabras de acuerdo con el estado o calidad de las personas, y finalmente, a la compostura que corresponde a cada persona o cosa. Se trata de un valor individual que tiene un reflejo en la sociedad. No son solo buenas maneras y educación lo que reclama esta condición. Tampoco es una característica que se pueda autoasignar y más bien es una que los demás conceden. Entre sus antónimos se pueden referir el deshonor, la indecencia, la indignidad, la inmoralidad y la desvergüenza.
Por su parte, la dignidad es una cualidad de todas las personas y por tanto adquirida a partir de esa condición que representa la base de los derechos fundamentales y que requiere de una conducta de parte del individuo que se debe corresponder con el valor que tiene la persona. Las conductas moralmente reprobables, por indignas, no pueden ni deben justificarse, lo mismo en quien las realiza que en quien las resiente. El oprobio, la deshonestidad, la vileza, la perversidad, el desprestigio y la deslealtad son contrarias a la dignidad y se deben rechazar.
En este gobierno de “mentiritas y de mentirosos”, la verdad ha sido anulada y la mentira convertida en elemento táctico y estratégico; en pauta de comunicación; en instrumento para descalificar o para dar esperanza, para prometer o justificar las incapacidades. Todos conocemos mentirosos empedernidos. En ocasiones les tenemos aprecio, pero nunca les damos nuestra confianza. El despertar de la sociedad requiere distinguir la realidad de la ilusión o el deseo. Si queremos que la política cambie, primero tenemos que cambiar los ciudadanos, apreciar el valor de la verdad y el costo de la mentira, exigir políticos decentes, dignos y entender el valor del voto para anular a los indeseables y reconocer a los correctos.