En la entrega anterior señalé que México debe plantearse con urgencia la realización de “hazañas nacionales”. Debe hacerlo por muy distintas razones, pero en especial porque existe un imperativo ético que, de no cumplirse, nos impedirá cubrir deudas históricas con grupos excluidos y alcanzar la dignidad colectiva que México reclama con urgencia. Al reflexionar al respecto, recordé una frase escrita hace siglo y medio, que tiene vigencia en nuestro país:
“En una nación tan diversa como la nuestra, compuesta por casi todas las variedades de la familia humana, ante la ley no tendrían que existir pobres ni ricos, altos ni bajos, negros ni blancos, (solo) una única patria, una sola ciudadanía, los mismos derechos y un destino común para todos. Un gobierno que no pueda asegurar al ciudadano más humilde su derecho a la vida, a la libertad y a la prosecución de la felicidad, debería ser reformado o derrocado de inmediato”. Escrito por Frederick Douglas, un esclavo que llegó a ser consejero del presidente Lincoln y candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos.
Ahora me propongo completar nuestras gestas pendientes. Lo hago con dos que son urgentes, que tienen solución y que convocan voluntades de muchos signos. La primera es la eliminación de una carencia que nos lastima a todos, en especial a los que la padecen, pero también a quienes estamos conscientes de lo que representa el hambre.
En el país, de acuerdo con los datos del Coneval, la cifra de quienes no tienen una alimentación suficiente en cantidad y calidad asciende a 24 millones.
Se trata de la población que tiene más necesidades; de muchos de quienes viven en pobreza extrema; de niños menores de cinco años que requieren alimentación adecuada desde la concepción hasta esa edad para no arrastrar secuelas graves el resto de sus vidas; de mujeres embarazadas o en periodo de lactancia, y de adultos mayores. Se trata de población vulnerable a quienes se condena a ver de lejos el progreso, a perder sus oportunidades para desarrollar sus potencialidades, a sufrir las consecuencias de la desnutrición y a pasar los últimos años de su vida con sus únicas compañeras: la pobreza, la enfermedad, el hambre y el abandono.
El otro caso es el de la población en condiciones de pobreza extrema. Son los desheredados de siempre, aquellos a quienes les falta todo y que lo único que poseen son deudas, tristeza e incertidumbre. Se trata de once millones sobre quienes recae la indignidad de todos, la incapacidad de los gobiernos y la indiferencia de los que prefieren ignorar la dura realidad. Un alto porcentaje vive en municipios con mayoría de población indígena.
Para documentarlo hay que recordar que cerca del 10 por ciento de la población es indígena y que 3.4 millones de ellos, uno de cada cuatro, viven en pobreza extrema, que el 40 por ciento de quienes habitan en zonas rurales tienen esa condición, y que los que cuentan con ingresos suficientes y no tienen ninguna carencia social representan sólo el 6.9 por ciento del total y en las zonas rurales el 1.7 por ciento. Por supuesto que esos problemas tienen pronta solución si contamos con una política pública que incluya apoyos directos, focalizados, con reglas claras y compromisos de los beneficiarios, acompañados de un programa de empleo productivo, de la dotación de servicios básicos, de salud y educación, de la organización comunitaria y su participación activa.
Un México sin hambre ni pobreza extrema es posible.
Ex Rector de la UNAM
Twitter: @JoseNarroR
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