Ha sido tema del debate público la presencia de los legisladores en las sesiones y si habría que establecer normas para hacerla efectiva. Hay que señalar que ya existen reglas para evitar las faltas. A nivel constitucional se establece que no se les pagará la dieta a los faltantes (artículo 64) y que, tras diez días de ausencia, no pueden volver a participar en el periodo (artículo 63).
Pero conviene preguntarse a qué se debe el ausentismo y la simulación de asistencia, pues solo entendiendo eso pueden encontrarse soluciones. La respuesta puede ser multicausal. Me parece que una de esas razones es que quizá falten porque no tiene mucho sentido su presencia.
En efecto, si el diputado o el senador es de oposición, la mayoría sacará adelante su proyecto, y el voto del legislador será meramente testimonial. Si es oficialista, el proyecto saldrá adelante sin su voto, ante la mayoría que tienen. Solo en casos especialmente complicados, en los que un solo voto puede hacer la diferencia —como en la reforma judicial—, su voto puede ser realmente trascendente.
Hay que señalar, además, que atender, escuchar, argumentar y dialogar son verbos que pierden sentido cuando existe la disciplina de voto. Nadie intenta convencer. Nadie está abierto a ser convencido. Lo que sucede en el Congreso es solo un ritual que debe ejecutarse para que las leyes puedan tener vida. Los parlamentos de todo el mundo se han vuelto espacios de confirmación, no de discusión.
Esto no es una crítica a alguien en particular. Es solo una descripción de lo que sucede en todos los partidos y en todos los países. La disciplina partidista ha hecho que muchos parlamentos se parezcan más a coros que a foros. No es para escandalizarse. No busco que esto cambie. Eso no es posible. Esta es la dinámica parlamentaria actual.
Pero hay que reconocerlo para poder establecer reglas que combatan las ausencias. Porque, aunque no se pretenda que haya un diálogo real, sí se espera que los legisladores cumplan con su deber, pues para eso se les paga.
No podemos seguir pretendiendo que se comporten como si estuviéramos en el siglo XVIII. Eso es romanticismo. El problema, me parece, es el mito teórico que seguimos alimentando. Persistimos en imaginar la representación política como hace dos centenas de años, cuando el representante hablaba en nombre de su comunidad y deliberaba con libertad. Hoy el vínculo es otro: más mediado, más partidista.
El problema no es de los legisladores, sino de quienes en todas partes del mundo seguimos enseñando el mito de que en el legislativo se intercambian ideas y se toman decisiones con base en el diálogo y en la razón. Quizá sea mejor decir las cosas como son: no esperar que los legisladores actúen conforme a un ideal que solo vive en nuestra cabeza, sino comenzar a imaginar nuevas soluciones fundadas en la realidad.
Investigador de la Universidad Panamericana
@ChemaSoberanes

