El 24 de febrero celebramos a la bandera, a los tres colores que desde hace más de doscientos años nos dan identidad, y que posteriormente fueron acompañados por el escudo nacional. Lo hacemos preguntándonos por qué color y por qué símbolo serán sustituidos hacia finales del año.
Digo eso porque desde hace tiempo es común que el gobierno en turno releve los colores patrios por el de su partido, y el escudo nacional por el logotipo de su administración. Es un símbolo de la apropiación del Estado. Por encima de la institucionalidad está la personalidad. El fenómeno se repite desde los municipios que pintan puentes con el color del partido en el gobierno, hasta el ámbito federal, donde el águila que devora a una serpiente queda oculta tras el “águila mocha” o los dibujos de los héroes del gusto presidencial, pasando por los estados que cambian las placas para que un color luzca en los automóviles ahí registrados.
Que el verde, blanco y rojo que deberían cobijar a todos los mexicanos se transmuten por los del partido vencedor en la última elección es signo de la falta de institucionalidad. Pero el tema va más allá del poder simbólico. Tiene un costo económico, que todos asumimos. Nuestro dinero no se usará para reparar las fugas de agua, sino para cambiar la papelería oficial.
¿Cuánto cuesta cambiar todas formas migratorias cada seis años para que tengan el símbolo del gobernante actual? ¿Cuánto cuesta cambiar los letreros que anuncian los nombres de las escuelas, para que luzcan el logo de la administración en turno? ¿No sería más barato ser institucionales y usar el escudo nacional, el escudo estatal o el escudo municipal?
La Constitución, que no es un símbolo patrio sino una norma jurídica, dispone en su artículo 134 que los recursos públicos “se administrarán con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez”. No me parece que reinventar la simbología pública cada tres o seis años cumpla con ese mandato. Por el contrario, creo que lo vulnera. Además, esa práctica trasgrede ese mismo artículo, que manda que los recursos públicos se usen con imparcialidad, y que jamás pueden implicar promoción personalizada de alguien o intentar influir en la contienda entre partidos.
Debería legislarse al respecto, y ordenar que se usaran los colores patrios y el escudo nacional, prohibiéndose los colores partidistas y los logotipos personales. Pero eso no sucederá pues no les interesa a los partidos. Prefieren despilfarrar nuestro dinero por la creencia de que las personas votan a un partido porque los atendió en un trámite una persona usando un chaleco guinda, azul o naranja.