El fallo de la historia sobre la decisión de Harry Truman sigue pendiente, y los alegatos a favor y en contra continúan hasta nuestros días. Para algunos es claro que la decisión de utilizar la fuerza atómica salvó, literalmente, millones de vidas, mientras otros aseguran que el imperio japonés estaba a punto de rendirse, y que bastaba continuar con el bloqueo marítimo y los bombardeos convencionales para lograr ese objetivo.
Se suele olvidar, no obstante, que esos bombardeos eran inhumanamente mortíferos: tan sólo del 9 al 10 de marzo de 1945 la aviación norteamericana destruyó 41 kilómetros cuadrados de Tokio, matando a 100 mil personas, una cifra mayor a la de las bombas atómicas en su primer impacto, lo que algunos especialistas califican también como crimen de guerra.
El mundo vivía entonces un frenesí bélico que no se puede explicar con los parámetros actuales. Y precisamente ese delirio era el que caracterizaba a la casta militar japonesa, dueña del poder y que idolatraba al emperador Hirohito como a un dios. Esa teocracia militarista era la que impedía que Japón se rindiera, y los generales estaban dispuestos a forzar la inmolación masiva.
La inteligencia que le hicieron llegar a Truman informaba que invadir Japón, en lugar de utilizar la opción atómica, provocaría la muerte de 800 mil estadounidenses, extendiendo la guerra hasta tres años más. En el lado japonés, las bajas podrían llegar hasta un millón 500 mil personas. Tomando esto en cuenta, la decisión del presidente fue causar un estrago de tal magnitud que Tokio se convenciera de rendirse, ganando la guerra y evitando esa pérdida adicional de vidas.
Algunos de los historiadores que más han estudiado el tema fueron reunidos en una compilación reciente de la BBC. Uno de ellos es Antony Beevor, quien después de consultar durante años archivos que no habían sido antes abiertos, llegó a la conclusión de que Truman tenía muy pocas opciones y que, al final, lo mejor fue arrojar las bombas. Beevor descubrió, con documentos que Truman no conocía en su momento, la existencia de un plan secreto del alto mando nipón de movilizar a los civiles para obligarlos a llevar a cabo actos suicidas para resistir, aunque fuera con bambúes como armas, y que “estaban preparados para asumir hasta 28 millones de muertes”.
Richard Overy, de la Universidad Exeter, está de acuerdo en principio con que se evitaron infinidad de muertes al arrojar las bombas, pero aún así llega a la conclusión de que, moralmente, ese acto no puede ser justificable, por la destrucción de las vidas de civiles. Añade que ya para julio de 1945 los japoneses estaban, en la práctica, derrotados, después de que los soviéticos invadieran Manchuria.
Robert James Maddox afirma que la conclusión del entonces secretario de guerra Henry Stimson, después de evaluar durante meses todas las alternativas, fue acertada: era “la opción menos aborrecible de todas”. Recuerda la necesidad que había en ese momento de propiciar una rendición incondicional, de modo que se garantizara el desmantelamiento de la maquinaria militar que impulsó la visión imperialista de Japón, para no repetir el error del armisticio de la Primera Guerra Mundial, que en realidad dio paso a la segunda.
Para Martin Sherwin, Truman solo debía esperar a que la Unión Soviética invadiera las islas japonesas para de esa manera cerrar el cerco y forzar la capitulación, pero no lo quiso hacer para que la URSS no participara en un Japón ocupado. Pero al lanzar las bombas, “Estados Unidos le indicó al mundo que consideraba ese tipo de armas legítimas. Esos bombardeos precipitaron la carrera de armamentos nucleares y son la fuente de toda la proliferación nuclear posterior”, concluyó.
Tanto los estadounidenses como los británicos consideraron todas las opciones contra los nazis en su momento, recuerda Overy, incluidas, por supuesto, armas atómicas, que aún no poseían, y bombardeos con gases venenosos (había una lista de 17 ciudades germanas a atacar de esta manera), a lo que no se atrevieron por una cuestión ética.
El historiador militar Richard B. Frank sostiene que “era moralmente preferible dejar caer las bombas que cualquier otra opción disponible”. Es muy fácil hablar de cómo se contrarrestó a la Alemania de Hitler, indica, porque sabemos lo que hicieron los nazis, pero “ha habido una gran amnesia en Occidente con respecto al tipo de guerra que llevó a cabo Japón en Asia-Pacífico”, tomando en cuenta que por cada japonés muerto hubo 17 decesos en toda esa región, afectada por las invasiones y la orgía de muerte en que se convirtió el frenético aparato militar japonés.
Uno de los autores más agudos es el profesor de la Universidad de California Tsuyoshi Hasegawa, quien confiesa que en un momento de su estudio estuvo convencido de que fue una decisión justificada la de Truman. Pero, escribe, “mientras más investigación hago, más me convenzo de que fue uno de los mayores crímenes de guerra”, y tiene que ver con que el estado mayor del presidente quería evitar a toda costa que entrara la URSS a Japón. Tenía otra alternativa, y era no exigir una rendición incondicional, de modo que los moderados convencieran al emperador de capitular, sabiendo que podía conservarse el sistema de la realeza. Pero Truman se dejaba llevar por la opinión pública de su país, que quería venganza contra los japoneses por lo sucedido en Pearl Harbor y por las innumerables atrocidades que cometieron. “Teniendo en cuenta esas atrocidades –escribe Hasegawa, con gran profundidad–, está claro que Japón no tiene ninguna autoridad cuando se trata de actos inmorales en la guerra. Sin embargo, una atrocidad no hace que otra sea correcta. Creo que esta fue la guerra más justa en la que los estadounidenses se han involucrado, pero aún así no se justifica el uso de cualquier medio para ganar”.
El profesor de la Universidad de Boston Michael Kort, en cambio, es de los que justifica Hiroshima y Nagasaki, argumentando que es falso que la elección fuera usar una bomba atómica o invadir Japón, porque ese país llevaba ya mucho tiempo derrotado y aún así pensaba seguir adelante, pasara lo que pasara. El mejor ejemplo de esto es que, incluso después de Hiroshima, el gobierno japonés tuvo tres días para responder, pero no lo hizo. Ante ello vino el ataque a Nagasaki. “Hirohito y algunos de sus asesores sabían que Japón debía rendirse, pero no estaban en condiciones de lograr que el gobierno aceptara esa conclusión.
Los miembros militares clave del gobierno argumentaron que era poco probable que Estados Unidos pudiera tener una segunda bomba e, incluso si la tuviera, la presión pública impediría su uso. El bombardeo de Nagasaki demolió estos argumentos y condujo directamente a la conferencia imperial que produjo la oferta de Japón de rendirse”.
Una vez más, entendiendo que no se puede juzgar bajo los parámetros actuales lo que sucedía en ese contexto, describe que “los argumentos morales absolutistas (como no dañar a los civiles) formulados contra las bombas atómicas habrían excluido muchas otras acciones esenciales para la victoria de los aliados durante la guerra más destructiva de la historia”. No le queda duda de que si la bomba hubiera estado disponible antes, la habrían utilizado contra Alemania. “Sin duda, hubo una falla moral en agosto de 1945, pero fue por parte del gobierno japonés, cuando se negó a rendirse después de que había perdido su larga guerra de conquista”.
Pero aún aceptando que se salvaron más vidas forzando la capitulación de esa brutal manera, Truman tenía opciones. Una de ellas era demostrarle al mundo que tenían la bomba atómica arrojándola contra instalaciones militares o contra industrias que alimentaban la maquinaria bélica, en lugar de hacerlo contra la población abierta. Incluso se ha dicho que podían haber arrojado la bomba en el mar, cerca de Tokio, para que la población pudiera ver que efectivamente tenían esa arma de total devastación.
¿Qué hubiera pasado si los japoneses, aún sabiéndose derrotados, hubieran seguido resistiendo hasta el último hombre? ¿Habrían realmente puesto a su población civil a resistir con bambúes, ordenando que pelearan hasta morir, incluso si se trataba de sacrificar a 28 millones de personas? Suena apocalíptico y poco posible, pues incluso en esa sociedad teocrática y fanatizada, el pueblo se habría rebelado. Pero a ciencia cierta, nadie lo puede saber. Cabe recordar que, en una fecha tan cercana como 2007, el ministro de defensa japonés Fumio Kyuma sostuvo que “las bombas fueron inevitables”, entendiendo todo este contexto. Dijo también que “no le guardaba ningún resentimiento a Estados Unidos”. Evidentemente tuvo que dimitir, pero por razones políticas, no por su apego a la verdad histórica, por desencarnada que fuera.
“Es fácil decir que si yo hubiera estado en la piel de Truman, no habría ordenado los dos atentados”, dice Richard Overy, con total franqueza. “Pero es posible imaginar una mayor moderación”. En efecto, existía una opción menos radical. “La moderación era posible y, al final de la guerra, quizás más políticamente aceptable”, concluye el historiador. Definitivamente se pudo haber arrojado la bomba (incluso las bombas necesarias) sobre instalaciones militares o hasta sobre la bahía de Tokio, o bien en terreno descampado. Así, Truman hubiera cumplido su objetivo de que el mundo supiera (Japón, sí, pero también la URSS) el arma con la que contaba, y los miliares japoneses que controlaban al emperador habrían conocido lo que les esperaba si continuaban con su fanático ideal de sacrificar a toda su población en lugar de rendirse. Actuar sin una advertencia tal constituyó, tomando en cuenta todo lo que se sabe hoy, el crimen de guerra que, al parecer, efectivamente se cometió.