En febrero de 1998 la revista The Lancet publicó un artículo de un gastroenterólogo llamado Andrew Wakefield, quien aseguraba que había encontrado una relación entre la vacuna triple (contra sarampión, paperas y rubeola) y el autismo, en un universo de estudio de… ocho niños.

En esos momentos se sabía poco sobre las causas del espectro autista, así que muchos padres de familia prestaron atención (hoy se sabe que el autismo puede tener de 64 a 91% de componente genético). El gobierno británico encargó al Medical Research Council un estudio sobre el tema, y la conclusión fue que no había pruebas de la relación entre las vacunas y el autismo. Desde entonces, la comunidad médica a nivel mundial ha realizando estudios verdaderamente científicos y hoy en día existe una avalancha de evidencia que sepulta esa mentira.

Unos años después de publicado su artículo, el Sunday Times encontró que Wakefield había sido financiado por algunos padres con hijos autistas, que querían demandar a empresas farmacéuticas. En 2010 le fue retirada su licencia y se le prohibió ejercer, que es lo peor que le puede suceder a un médico. En vez de aceptar la evidencia, Wakefield decidió acusar una conspiración en su contra por haber “revelado” los intereses del Big Pharma para seguir vendiendo vacunas. Se mudó a Estados Unidos, donde encontró muchos seguidores de su supuesta teoría, generando el movimiento antivacunas.

Hoy hay grupos en casi todo el mundo, algunos muy organizados y otros solo unidos por redes sociales y grupos de chat. La inmunidad ha bajado en muchos países y la OMS lo relaciona directamente con el movimiento antivacunas, al que acusa de ser una de las principales amenazas a la salud mundial. Hasta 400 niños mueren de sarampión cada día, de acuerdo con Unicef, y la enfermedad también puede causar ceguera, sordera o daño cerebral.

Ese organismo también ha reportado que en los ocho años anteriores 170 millones de niños no recibieron la primera dosis de la vacuna, lo que abre la posibilidad de brotes globales de la enfermedad. 2.5 de esos millones están en Estados Unidos, un país que ya estaba libre de ese padecimiento. Simon Stevens, director del Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, calificó el rechazo ideológico a las vacunas como “una grave y creciente bomba de tiempo”.

Evidencia apabullante

El New York Times publicó en marzo del año pasado, por enésima vez, un artículo al respecto, con este elocuente título: “Una vez más, la vacuna contra el sarampión no causa autismo”. Citaba los últimos estudios a esa fecha, uno llevado a cabo nada menos que con 600 mil niños.

Ese estudio se realizó entre 1999 y 2010, con 657,461 niños, y “sostiene rotundamente que la vacuna triple no aumenta el riesgo de sufrir autismo, no detona el autismo en niños susceptibles, ni se relaciona con el aumento de casos de autismo después de la aplicación de la vacuna”. Saad B. Omer, investigador en salud pública de la Universidad Emory, comentó al respecto: “ya pasó casi una década desde que se refutó y se retiró el pequeño estudio que activó la alerta acerca de una posible relación entre la vacuna y el autismo. Sin embargo, continuamente se dedican recursos a investigaciones, a fin de recalcar la inexactitud de ese primer fracaso. En un mundo ideal solo se realizarían investigaciones sobre la seguridad de la vacuna para evaluar hipótesis con bases científicas, no como respuesta a la conspiración de cada día”.

En efecto, siguen apilándose los estudios. Susanne Scherf, de la National Science Foundation, afirma que suman 1 millón 200 mil los niños observados, lo que no deja lugar a dudas. Pero, sostiene, para comprobarlo no habría que invertir tanto: solo recordar que la vacuna contra el sarampión se administra después del año de vida, siendo que los síntomas del autismo aparecen entre los seis y los nueve meses. Pero la gente que elige creer en teorías de conspiración sigue sin darse por enterada.

¿Y quiénes son esas personas? Son, o muy pobres, o muy ricas. En India, Nigeria o Pakistán, por ejemplo (países con brotes de sarampión y donde mueren cientos de niños por ello), son gente de bajos recursos y baja escolaridad, pero que tienen acceso a grupos de chat en los que se diseminan esas teorías.

Un reportaje del Wall Street Journal advirtió cómo operan esas fake news en India, a través de WhatsApp. El mensaje de chat “No uses vacunas. Salva la vida de nuestros niños”, se comparte masivamente, con ligas a videos que “sustentan” la falsa teoría. En ese país el 44% de los pequeños no reciben cobertura completa, lo que provoca la muerte de un millón cada año.

Pero lo mismo sucede en los ambientes suburbanos estadounidenses, con personas de educación universitaria y altos ingresos. Hay una correlación entre los estados en que se ha disparado el sarampión y los ambientes más liberales y acaudalados: Nueva York, Nueva Jersey, Michigan y, sobre todo, California. En una palabra, está “de moda” entre los ricos que quieren llevar una vida “orgánica”, “natural”, y que no quieren que el gobierno les diga lo que tienen que hacer.

Paul Offit, coinventor de una vacuna contra el rotavirus que ha salvado miles de vidas, lo puso de esta manera: “francamente, estos padres caucásicos, suburbanos y educados, creen que pueden buscar la palabra vacuna en Google y obtener todos los datos; tienen la suficiente educación como para tomar las peores decisiones para sus hijos”.

La exasperación de Offit está justificada. Las vacunas han sido uno de los más grandes éxitos de la historia de la humanidad. Pero, lamentablemente, “son víctima de su propio éxito”, porque hemos eliminado en gran medida el recuerdo de muchas enfermedades”. Los investigadores Robert T. Chen y Beth Hibbs refieren que al inicio, la población agradece las vacunas, porque todavía tienen memoria fresca de la devastación que causa la enfermedad en personas y familias. Pero cuando se pierde esa memoria a causa de las vacunas desciende la confianza en ellas. “Se olvida la enfermedad, el sufrimiento, las complicaciones y los costos. No hay amenaza inmediata y la vacunación ya no parece necesaria. La tasa de vacunación en la sociedad disminuye y las enfermedades vuelven”.

La fascinación por las teorías de conspiración es un mal extendido, que promueve todo tipo de ceguera. Nada que ver con el escepticismo, una posición intelectualmente honesta, abierta al debate y a los argumentos. El escepticismo es una postura intelectual; el negacionismo, una actitud dogmática.

Quizá no deba sorprender que sea gente pudiente y educada la que caiga en estas distorsiones, puesto que el fenómeno se observa en otros ámbitos. Muchos siguen creyendo en conspiraciones y en líderes que prometen arreglar todo sin la necesidad de sacrificar nada. Quizá todo provenga del llamado “sesgo de confirmación”, estudiado entre muchos otros por Tali Sharot, del Affective Brain Lab de Londres, y según el cual el cerebro se niega a abrirse ante opiniones que contradigan sus creencias preestablecidas. “Ese problema ha contribuido a dar lugar a los populismos y especialmente por las redes sociales, que hacen que la desinformación se expanda de manera peligrosa”, afirma.

Los “terraplanistas”, los que aseguran que la Tierra es plana y que cualquier opinión contraria es parte de una conspiración para dominar al mundo, se cuentan ya por cientos de miles, y adquieren cada vez más peso. Tanto que algunos científicos se han visto obligados a “probar” que la Tierra es redonda, en lugar de que sea al revés. Pero al menos esos extraviados no causan cientos de muertes…

Amnesia inmunológica

“Si escribes en internet ‘efectos secundarios’, te aparece un montón de información falsa”, comenta Seth Berkley, director de la Alianza Global para la Vacunación y la Inmunización. “La vacunación en los países desarrollados nunca se recuperó por completo desde las afirmaciones iniciales de Wakefield y por los activistas que él sigue encabezando. Eso está poniendo en peligro la salud de los niños en todo el mundo”.

Por supuesto que las vacunas no son 100% seguras. En medicina, no existe nada que lo sea, pero no por eso se deja la gente de someter, por ejemplo, a una cirugía. El riesgo de una reacción grave a una vacuna es uno en un millón.

El sarampión estaba a punto de ser erradicado de la faz de la Tierra, como la viruela, cuando vino todo esto. Por si fuera poco, no vacunar a los niños contra esta enfermedad tiene efectos contra otros padecimientos. El virus que lo causa provoca la llamada “amnesia inmunológica”, que significa que el organismo olvida cómo combatir a los virus que antes sabía cómo vencer, además de que lleva al sistema inmunológico a un estado similar al de un bebé, con lo que no puede hacer frente a nuevas infecciones.

Investigaciones muy recientes de la Escuela de Medicina de Harvard llegaron a la conclusión que el sarampión puede devastar hasta el 73% de los anticuerpos de un niño. Uno de los científicos involucrados, Stephen Elledge, sostiene que el sarampión es mucho más peligroso de lo que la gente piensa, ya que “puede llegar a haber cinco veces más muertes indirectas debido a la amnesia inmunológica”.

Solo en 2018, casi nueve millones de personas contrajeron sarampión y 142 mil murieron. Si el lector pensaba que este artículo era sobre esa enfermedad, está equivocado. Es sobre el fanatismo.

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