Hoy es domingo de Pascua. El día más importante del cristianismo. Hoy celebramos que la vida venció a la muerte. Que el amor no se dejó encerrar en una tumba. Que la piedra fue removida, y en su lugar quedó la luz.

Se trata de un acontecimiento que sigue transformando la historia. Jesús —que pasó por el dolor, la traición y la cruz— vive. Y su resurrección no borra la muerte: la atraviesa, la transforma y la vence. Porque el amor con el que vivió, el amor con el que entregó su vida, era demasiado grande y verdadero, como para quedar vencido por la muerte. Un amor así no podía morir, como bien han recordado en sus meditaciones pascuales tantos autores espirituales contemporáneos —Henri Nouwen, José Antonio Pagola, Anselm Grün— para quienes la resurrección no es sólo un dogma, sino una experiencia concreta de esperanza, de alegría, de sentido. Un amor así vuelve siempre a la vida.

San Ignacio de Loyola, en la Cuarta Semana de los Ejercicios Espirituales, nos invita a contemplar la vida resucitada de Jesús. Y propone algo que no aparece en los evangelios, pero que dice mucho del corazón creyente: que Jesús, resucitado, se apareció primero a su madre. En el número 299 de los Ejercicios, Ignacio escribe:

“El primer aparecimiento, a la Virgen María. Aunque no se dice en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros, ¿cómo no a su Madre?”

Ignacio no argumenta desde la literalidad de los textos sagrados, sino desde la lógica del amor. ¿A quién iría primero Jesús, si no a quien estuvo al pie de la cruz? ¿A quién consolar primero, si no a quien había acompañado su vida desde el principio?

Ese momento —aunque no esté escrito— tiene un peso teológico profundo: la resurrección no es espectáculo ni demostración, sino encuentro. Y la primera luz que enciende el Resucitado, según la tradición ignaciana, es en el corazón de su madre.

En la IBERO entendemos por luz aquello que nos permite ver con profundidad, con esperanza y con justicia. La luz, además de un símbolo de alegría, es una tarea. Estamos llamados a iluminar nuestras decisiones, nuestras palabras, nuestras relaciones, nuestra vida entera. Esa luz es también la que nos permite ver más allá de la apariencia. La que nos permite ver al otro como hermano.

Que este día de Pascua nos recuerde que estamos llamadas y llamados a ser portadores de esa luz. A dejar que la vida resucitada de Jesús nos transforme. Porque la resurrección no fue solo para Jesús. Es también para nosotros: para nuestras heridas, dudas y muertes cotidianas.

Iluminados por la resurrección, abramos también nosotros el corazón a lo nuevo, a lo que parecía imposible.

Porque un amor así no podía morir.

Director de Formación Ignaciana. Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.

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