¡Que cada quien coja con quien quiera! ¿Quién puede oponerse al poliamor en tanto práctica individual (o colectiva) para gestionar las relaciones sexo-afectivas? No sólo nadie tiene un porqué oponerse, sino que nada tenemos que opinar sobre la libertad de otros para relacionarse fuera de la monogamia. Sin embargo, cuando el poliamor se propone como un proyecto político con carga normativa, como una aspiración de estructurar a la sociedad bajo un nuevo arreglo, cuando el poliamor no sólo dice «así soy» sino «así deberíamos ser», entonces el tema sí que adquiere un interés público en el que todos tenemos algo que decir.
He leído y escuchado a diversos poliamorosos y encuentro en su retórica patrones comunes. Es recurrente que se refieran a su forma de amar como un «camino disidente», «disruptivo» incluso «revolucionario», que tiene como antagónico las cadenas del amor idealizado, el patriarcado, la propiedad privada y muchos otros males que aquejan a la sociedad moderna. Relacionarse sexualmente con varias personas, para el poliamoroso va más allá de la promiscuidad. Encuentra en el poliamor una aspiración antisitémica, un esfuerzo consciente por deconstruir a la monogamia.
¿Pero qué pasa el día después de que todos dinamitamos a la pareja? No, el poliamor no quiere ser una nueva utopía. Es lo suficientemente cauto como para aprender de los errores de las grandes ideologías. Se limita a reconocer con humildad que seguiremos lidiando con muchos de los retos de las relaciones monógamas: desde los celos hasta la dominación del patriarcado. Trampas que a lo mucho se vuelven más conscientes, por lo que podemos hablar sobre nuestros deseos e inseguridades con mayor apertura.
Quizás estoy mal entendiendo al poliamor, pero a simple vista no me parece tan revolucionario ni liberalizador. Si me lo proponen como un proyecto político, bajo la advertencia de que tendré los mismos retos pero con el beneficio de que habrá «más apertura», lo más seguro es que pase sin ver. Porque además de todo ¿dónde queda el componente político? ¿Por qué detonar la exclusividad sexual es un «acto revolucionario»? ¿Es realmente imposible construir relaciones equitativas y libres bajo la monogamia? ¿Cuál es el verdadero enemigo: la monogamia o la misoginia? ¿O es que por necesidad ambas están conectadas?
Veo la obsesión de los poliamorosos por «dinamitar la pareja» y me es inevitable pensar en los ludistas del siglo XIX. Aquellos trabajadores, veían a las máquinas como las culpables de su explotación y miseria económica y planeaban noche tras noche formas en cómo destruirlas. Marx aplaudía su espíritu revolucionario, pero criticaba el infantilismo de su teoría revolucionaria: no eran las máquinas a las que había que atacar sino a las relaciones de propiedad.
Hoy el poliamor encuentra en «la pareja» un nuevo espejismo. Cree que la exclusividad sexual es la causa de nuestros males, pero cae en un reduccionismo al equiparar miseria afectiva con miseria sexual. No sólo eso, en ciertos momentos tropieza con falacias propias del neoliberalismo al pregonar ingenuamente que desregulando el amor –cada quien con quien quiera, siempre que sea consensuado– llegaremos a un óptimo social en el que estaremos mejor que antes. Y es ingenuo, porque cuando todos seamos poliamorosos, los que tengan repletos el tinder de matches seguirán siendo los mismos: quien tiene más plata, más juventud, más músculos, más blanquitud. A las desigualdades económicas –que nunca desaparecieron del mapa– habrá que sumar las desigualdades de capital erótico en un mercado sexual y afectivo más competitivo (recomiendo ¿Por qué duele el amor? de Eva Illouz).
Claro, claro, aquí estoy siendo injusto, porque los promotores del poliamor me dirán que no todos se adhieren a una visión narcisista e individualista de las relaciones sexo-afectivas. Y es cierto. Muchos incluso están conscientes de que el poliamor puede disfrazar lógicas de mercado en donde los cuerpos siguen siendo tratados como objetos de consumo. Y por eso el poliamor nos lo repite: «que no, ¡carajo!, que no soy la panacea». Y sin embargo insiste: «que sí, que sí soy un proyecto político».
Nadie lo niega: las relaciones afectivas son relaciones de poder y, por ende, en la gestión del deseo y los cuerpos se juega lo político. Pero el hecho de que el arreglo poliamoroso (bajo cualquier variante) enfrente los mismos retos que la monogamia, deja patente que el formato de amar no confiere ningún valor agregado frente a la lucha por una sociedad más justa e igualitaria.
En todo caso, el acto verdaderamente revolucionario sería acabar con la jerarquía de los afectos. Pues si nos presionamos tanto por encontrar a esa pareja ideal para amar eternamente, no es sólo por los cuentos de hadas de Disney, sino por el hecho de que en la exclusividad sexual se sellan muchas otras prerrogativas: poder inscribir a nuestro cónyuge al IMSS, a nuestros hijos en la guardería, poder cobrar una pensión por viudez u otorgarle a nuestro esposo la ciudadanía. Es en la pareja donde se constituye un “nosotros” que brinda una promesa de protección social “en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza”, pero también nos hace sujetos de derechos y nos otorga un esquema legítimo de acumulación de la riqueza. Casarse o cohabitar con alguien suele ser el primer paso para dividir gastos, construir un patrimonio común, tener hijos y heredarles lo que acumulemos en vida y lo que, a su vez, heredemos de nuestro padres.
Si la práctica poliamorosa se limita a profundizar las libertades sexuales sin luchar por nuevos modelos de acumulación de riqueza y seguridad social, entonces no veo cómo pueda ser una praxis revolucionaria. Más allá de si es revolucionaria, como proyecto político me parece que yerra al centrarse en las relaciones sexo-afectivas entre individuos amorosos, cuando lo que urge transformar son las relaciones jurídico-económicas entre ciudadanos enmarcadas en el Estado.
Porque por más que queramos proyectar el amor hacia otros fuera de la exclusividad de la pareja ¿con cuántas personas nos podemos –materialmente– enrollar en una vida? ¿cincuenta, cien, mil? Y asumiendo que con esas personas nos ligue un interés mutuo por nuestro bienestar y nuestra emancipación, la fórmula del “nosotros”, del “nuestro” siguen presentes. Es más, suponiendo que el cuidado de los hijos, la gestión de los ingresos, los afectos y la sexualidad, que todo ello se gestione de forma colectiva, eventualmente, para dicho proyecto, nos vincularíamos con personas a las que amamos o con las que nos sentimos en confianza, gente pues con quien queremos establecer una comunidad con nuevos valores. ¿Y qué pasa con el que no tenemos afinidad, con el que no es afectivamente responsable, con el que simplemente no nos apetece? ¿Se queda fuera de la comuna poliamorosa y ya, se jode?
Plutarco observaba que “un batallón cimentado por el amor es invencible” pues “los amados ante la vista de sus amantes, deseosos se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros”. Es cierto, el amor y el erotismo son imprescindibles para generar comunidades ideológicas cohesionadas, dispuestas a luchar por un mundo nuevo. Pero es la transformación del régimen de propiedad -no del régimen afectivo- el que nos conducirá a una sociedad más libre e igualitaria. Una sociedad en donde el bienestar, la emancipación y la seguridad social no sean prerrogativas de dos, ni de muchos, sino de todas y todos.