Hacer un retrato de época basado en memorias propias y ajenas, de forma comprensible para todos, es el reto que Paul Thomas Anderson (PTA) emprende en su filme más personal, el noveno, Licorice pizza (2021).

Se trata de una suerte de seudoautobiografía ambientada en el glorioso 1973, que cuenta la aventura amorosa entre Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim).

Lo propuesto parece convencional. No lo es.

El amor sin condiciones de esta pasión adolescente tiene un giro dramático en la diferencia de edad de los protagonistas.

PTA es un director sabio que filma sus historias con precisión. Su énfasis en lo vivencial (de Boogie nights: juegos de placer a El hilo fantasma) es aquí más entrañable. Porque logra un homenaje a los ambientes en que el argumento sucede.

La experiencia de sentir la temática con las contradicciones emocionales de los personajes se apoya en el reparto.

Cooper, hijo del difunto Philip Seymour Hoffman, y la también debutante Alana, miembro de la banda Haim, que fundó con sus hermanas, le dan un tinte vital, interesantísimo, auténtico, al ámbito angelino-hollywoodense de 1970, donde figuras emblemáticas son encarnadas por Sean Penn, Tom Waits y particularmente Bradley Cooper, en una breve pero compleja actuación que le hubiera merecido un reconocimiento para el Oscar.

Este singular filme, sobre la formación y la madurez, es de amplia óptica; es un retrato de época, de una sociedad que, en parte, vivió en ese espejismo que es el pasado, y por el que PTA logró tres justas nominaciones: Guión Original, Dirección y Película.

Paul Thomas Anderson entrega una ambiciosa cinta para el Hollywood del siglo XXI; es una nada nostálgica introspección generacional, ubicable en cualquier tiempo y lugar.

Y la calidez de su enfoque referido a la fragilidad sentimental, vuelve a Licorice Pizza una sutil obra maestra.

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