Para su película 19, Moonfall (2022), Roland Emmerich, quien se engolosina destruyendo al mundo, insiste en hacer una banalidad autorreferencial sobre sus apocalipsis, que empezaron con El día de la independencia (1996).
Las variaciones (Godzilla, El día después de mañana, 2012) tienen idéntica fórmula a lo que ahora propone: la luna se sale de órbita para impactar la Tierra.
¿Quién nos salvará? Según la siempre simplista solución, basta con que la burócrata de la NASA, Jo (Halle Berry, desperdiciada), una fuerzas con Brian (Patrick Wilson, desconcertado), y el improbable héroe K. C. (John Bradley, chistosito).
La trama gira en tres ejes: el solitario descubrimiento, la solitaria alianza salvadora, el espectacularísimo despedazamiento del planeta repitiendo secuencias vistas en, por ejemplo, 2012, con autos que vuelan entre un cacho de pavimento a otro sin sufrir consecuencias.
Esta es la marca de la fábrica Emmerich: planteamiento medio absurdo —con explicación jalada de los pelos—, solución medio de comedia, y pasatiempo medio gozoso viendo volar escombros, empezando por ese gran dilema: el guión mismo.
Su “sabia” explicación, la tóxica gasolina de la peli, digna de la señora Álvarez Bullying, mezcla superchería, ciencia ficción de lo más chafa y coincidencias forzadas saqueadas de algún frenético blog dedicado a teorías de la conspiración.
Imposible no comparar Moonfall con No mires arriba (2021), de Adam McKay, que aborda un accidente cósmico similar.
El realizador estadounidense Adam McKay presenta cómo una política idiota y la vil codicia manipulan el tema desplazando a la ciencia.
Emmerich ofrece, sin política ni ciencia, otra vez la codicia… por el boleto del espectador.
Emmerich al menos revela que, tratándose de desastres siderales, importa más el estilo farsa social de un McKay, que la rapiña de su malsano show.
Se le agradece.