Decir por no decidir. Igual que al inicio de la era de AMLO, el debate público mexicano parece dividido ahora ante la reanudación de la era Trump. Se da entre quienes pronostican que el magnate cumplirá sus amenazas y quienes predicen que no. Este debate se resolvió en México con un saldo pavoroso de destrucción de normas e instituciones democráticas, así como de obras insignia de la modernización del país, como el aeropuerto de Texcoco. Y hoy, contra quienes advierten del peligro, aparecen los buenos deseos oficiales y oficiosos ante el programa antimexicano puesto en marcha por Trump. Las diferencias de opinión —y de reacción— alcanzan al interior del aparato oficial e incluso al discurso mismo de la presidenta Sheinbaum. Por un lado, la Presidenta y el oficialismo en los medios minimizan los riesgos argumentando que son medidas ya practicadas en el primer periodo de Trump, a las que sobrevivimos, pero por otra parte lanza valientes proclamas de defensa de la soberanía y de nuestros migrantes en apuros sin presentes cercanos. Más riesgoso en la actual inversión de valores en los planos de la economía, la política y el derecho, sería continuar en la costumbre de centrar todas las energías del Estado en decidir qué decir, cómo reaccionar cada mañana, antes que pensar en qué hacer y cómo accionar desde una perspectiva estratégica.

La hora de la verdad. No por minimizadas por la Presidenta mexicana, resultaron menos traumáticas las primeras órdenes ejecutivas de Donald Trump, enmarcadas en un rabioso discurso de disrupción mundial, con México como asunto de emergencia. Es la hora de la verdad. Porque no es igual la amenaza de un candidato que la orden de ataque del Presidente de la superpotencia económica y militar contigua. No es comparable el estremecimiento provocado por el ruido de sus seguidores en campaña, que el padecido ante el fanatismo con que la mayoría de los estadounidenses vitorearon las declaraciones de guerra del nuevo presidente de Estados Unidos contra los esfuerzos de salvación del planeta o la prevención de epidemias, o el libre comercio o la inclusión de género o los derechos de las naciones a su integridad territorial, amagados por planes de expansión hacia nuevas fronteras.

El ‘Joker’ en la Casa Blanca. En la espectacular parafernalia de la jornada inaugural del regreso de Trump me atrapó un poderoso mito de la cultura popular estadounidense contemporánea: el Joker. No pude evitar asociarlo al lenguaje, los gestos y los anuncios del Presidente entre aclamaciones de una aplastante mayoría que lo regresó al poder. El villano de Batman: un malvado de tiempo completo —fanfarroneando y riéndose siempre de sus fechorías— pareció estrenar el lunes un nuevo rol: el de superhéroe. Una muestra tangible de la acelerada inversión de valores y creencias en la sociedad estadounidense, como en la mexicana. Y lo que vimos fue un ‘pueblo’ jubiloso de ser presidido por un delincuente convicto, escoltado por una fila de oligarcas antepuesta a la fila del nuevo gabinete presidencial y a los congresistas. Y una de las primeras órdenes del nuevo presidente fue para indultar a los criminales que el 6 de enero de 2021 asaltaron el congreso con extrema violencia, en un último intento por revertir la derrota del promotor de aquellos desmanes, que hoy los exonera. Los salvajes que entonces aterrorizaron al mundo, aparecen a la vuelta de cuatro años como víctimas rescatadas de la injusticia por su salvador. Cae en el mito del respeto a la ley como inherente a la cultura de la nación. Con un agravante: al Joker no le han faltado socios y cómplices acaso más percheros que él mismo. Y la euforia y el saludo nazi del odioso magnate Elon Musk, podrían acercarse más a la realidad que las representaciones más afamadas del Guasón.

Académico de la UNAM.

@JCarreno

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