Bombas y castigo. A estas alturas del sexenio buena parte de la ocupación del jefe del Estado se centra, en sentido lato, en lograr su reelección, es decir, en sentido estricto, en imponer a su sucesora en palacio y a su partido en la mayoría calificada en las cámaras del Poder Legislativo. Para AMLO no hay otra prioridad. Con otras, engañosas palabras, el objetivo último, confeso, es culminar la destrucción del entramado constitucional de la República y de la democracia. En la agenda de estos últimos meses de su periodo constitucional se hace evidente, con el mismo propósito, la siembra de bombas a estallar para desatar el caos en la eventualidad de que, ni todos los recursos del Estado, ni todas las trasgresiones a la ley, le alcancen al presidente para conservar la Presidencia en las urnas y obtener en ellas las mayorías parlamentarias calificadas. Y a esto se encamina su orden, cumplida, hasta ahora, por sus mayorías en el Congreso, de mutilar —a través de castigos presupuestales inmanejables— la misión y las funciones del Poder Judicial y de otros órganos constitucionales autónomos: INE, Tribunal Electoral, Cofece, Inai.
En la ruta del caos: ¿por imprevisión o por decisión? Pocos dudan de que, en efecto, esta es la ruta del caos. Acaso hay quienes todavía discuten si, en una hipótesis, este caos sería un producto no previsto de la elaboración del presupuesto con base en los caprichos y fantasías del presidente; sus fobias atávicas a leyes e instituciones y sus supersticiones ideológicas. O si, en otra hipótesis, hay una decisión deliberada de conducir al país, en el ya adelantado año electoral, “a cavar trincheras en las calles”, como soñaba Mussolini. Allá parece ir la insistencia presidencial en provocar una polarización inconciliable, al lado del abatimiento de los pilares de la convivencia civilizada y de la gobernabilidad democrática.
Modelo Acapulco. Un horizonte de ingobernabilidad suele anunciar la inminencia del absoluto control de la escena por ‘hombres fuertes’ o ‘salvadores de la patria’, también llamados dictadores. Y si el presupuesto es la expresión final de los verdaderos objetivos de un régimen, el que ahora procesan las mayorías legislativas del régimen parece por demás claridoso. El modelo Acapulco, opuesto a la gobernabilidad democrática, aparece en el trasfondo del proyecto de gasto público en proceso de aprobación. Está al servicio de la perpetuación en el poder, con el beneplácito de los grandes capitales beneficiarios de los contratos y de otras acciones y omisiones del gobierno y en connivencia de redes políticas y crimen organizado. A su vez, la previsión de gasto federal se dirige, por un lado, a satisfacer lo ensueños infantiles —comunes en los autócratas— del trenecito en la selva y la alucinación de una refinería en un pantano de la patria chica. Por otro lado, a la compra masiva de votos explícita en los llamados programas sociales, Y, por otro más, al debilitamiento, hasta el riesgo de la parálisis y la extinción, de las instituciones garantes de los derechos constitucionales; de los derechos políticos; del acceso universal a la información y de la contención de los poderes monopólicos aliados del régimen. La peor regresión de los derechos de los mexicanos, en una de las peores circunstancias históricas de la nación.
Acuérdate de... Una derrama de recursos de bolsas del presupuesto para uso discrecional del presidente, por miles de miles de millones de pesos, a esparcir con fines electorales, convivirá en Acapulco, en dudosa gobernabilidad, con la consolidación del poder real de las bandas criminales, lo mismo para movilizar recursos que para organizar a la población, como ocurrió con los saqueos de los días que siguieron al huracán, con la expresa complacencia de la presidenta municipal del puerto.