Bomba. Centros de votación sin supervisión ciudadana, militares uniformados en la zona del secretario ejecutivo del INE, boletas llenadas antes de abrirse las casillas, grotesca coincidencia entre los resultados de las urnas y los acordeones en manos clientelas del régimen. Todo pareció un campo de pruebas, un ensayo general para los siguientes pasos del poder absoluto, tras la toma del Poder Judicial que culminó el domingo, con el correspondiente apañe de los tres poderes de la República. Pero con el paso de los días se dejó ver también una cadena de pruebas no superadas. Entre otras, la incompetencia esencial del elenco para detentar tal poderío y el reparto que asoma para ocupar los puestos de los desbancados integrantes del Poder Judicial. La concentración de poderes entregada a la presidenta se perfila como una bomba en vías de implosión: una concentración de conflictos y de luchas fuera de control por espacios de poder.
De la no ‘elección’ al ‘plebiscito’. La presidenta llevó a un límite temerario la apuesta por una ‘elección’ surgida del trastorno despótico de su antecesor. Ella misma planteó en un principio aplazar la reforma receptiva, que finalmente le fue impuesta Y, a falta de condiciones para una competencia electoral real entre candidatos a puestos del sistema judicial, ella convirtió esa no elección en un ‘plebiscito’ entre dos bandos. Uno, acaudillado por ella, con la bandera de asegurar el voto del ‘pueblo’. Otro, sin liderazgo ni articulación orgánica: sólo una heterogénea conjunción ciudadana opuesta a la participación en una mascarada para darle disfraz democrático al propósito de acabar con los avances del Poder Judicial en independencia y profesionalización.
Descalabros electorales de los gobiernos. El rechazo —o el desaire— de cerca del 90 por ciento de los ciudadanos a la intensa campaña presidencial dirigida —explícitamente— a que el ‘pueblo’ acudiera a votar, tendrá, a querer o no, efectos en el gobierno. Tan grave es que en una democracia parlamentaria un resultado así llevaría a la dimisión y a la convocatoria a nuevas elecciones. Y en un régimen presidencial democrático obligarían al gobernante a corregir o revertir aquello que el pueblo rechaza. Pasado el movimiento del 68 francés, chispa de rebeldía juvenil que se propagó por el mundo, México incluido, el presidente De Gaulle dimitió en 1969 tras un referéndum por la reforma del Estado perdido por menos de tres centésimas. E, igual, tras perder en Chile, en 2023, un referéndum por una nueva constitución, también por escaso margen, el presidente Boric se olvidó del proyecto rechazado.
Narrativa, liderazgo y clientelismo en crisis. Pero aquí, incluso ante el amplio margen con el que fue derrotada su apuesta por el respaldo electoral a la ‘elección’ decretada por AMLO, la presidenta se apertrecha en a la tradicional negación de los hechos más ostensibles: la fórmula aprendida de López Obrador. El problema es que la desatención o la desobediencia extendida a los llamados presidenciales al voto refleja, además, una resquebrajadura en la otrora eficaz, celebrada (y falsaria) narrativa de AMLO y de sus repetidoras y repetidores en el gobierno y el partido oficial, así como en los espacios oficialistas de medios y redes. Y una narrativa en crisis pone de relieve un liderazgo en crisis, una falta de ascendiente sobre una ciudadanía que el régimen supone ‘comprada’ por el reparto de dinero de sus llamados ‘programas sociales’. Un clientelismo asimismo en crisis, si se advierte que los 12 millones de votos celebrados por la presidenta —de un padrón de casi cien millones— tras ocho meses de campaña, apenas constituirían la tercera parte de los 36 millones de beneficiarios directos de esas derramas de efectivo, según lo anunció AMLO en su último informe de gobierno.
Académico de la UNAM. @JoseCarreno