Dos pistas. Más allá de tomar como solución del caso el cadáver silencioso de un sicario —o la detención de otro que tampoco hablará— conviene analizar la trama, el contexto, para decirlo con título de una novela de Sciascia, el escritor que bordó sobre las relaciones del poder y la mafia italiana. Particularmente tratándose de los homicidios del alcalde Carlos Manzo, de Uruapan, y del líder empresarial Bernardo Bravo, de la Tierra Caliente. Van dos pistas.
Primera: nuevos liderazgos contra la narrativa oficial. Las víctimas tenían en común su pertenencia a una nueva generación de jóvenes líderes —políticos y sociales— dispuestos a poner fin a la banalidad del mal (permiso, Hannah Arendt) presente en la “narrativa” de López Obrador y Claudia Sheinbaum, muy conveniente para los cárteles. En efecto, el discurso y la acción de Carlos Manzo, nacido el año del terremoto de 1985, estuvo dirigido contra la normalización de la muerte y la violencia, la extorsión y el despojo, vividos allá como algo natural. La de Manzo era —y es— una propuesta por la acción directa contra los cárteles, protegidos, en los hechos, por la inacción del gobierno con la excusa de supuestamente combatir las causas de los delitos. Su reclamo insistente de respuestas sólo obtuvo de Palacio el silencio o incluso algún cuestionamiento de la presidenta. En cambio, le ganó una popularidad que lo perfiló —y aquí, otra parte de esta pista— como prospecto para gobernador en la elección de 2027. A su vez, Bernardo Bravo encontró la muerte por perderle el miedo a los cárteles y por llamar a la rebelión contra el pago de las extorsiones que en la zona agobian a los productores de limón.
Segunda pista: matar al nacer. Los autores intelectuales tendrían que buscarse en el complejo político criminal consolidado el sexenio pasado en varias zonas del país. Y su móvil estaría en su interés por segar, al nacer, esa alternativa anticrimen y a la política y la narrativa oficial de minimizar, negar o atribuir esta calamidad nacional, con tantas otras, a campañas de la derecha, para regocijo de los cárteles. Así lo repitió ayer la presidenta. Y le cargó la crisis actual a la guerra de Calderón, una política de hace casi 20 años. La presidenta acude de esta manera a una narrativa envejecida y envilecida, agotada por AMLO y parodiada sin clemencia en medios y redes, por su intento pueril de culpar a otros de los más graves efectos generados por las más aberrantes decisiones adoptadas en los últimos siete años.
Renacer del descontento. Lo que sí renació tras los asesinatos fue el descontento con el régimen, que estaba latente, u oculto por temor o adormecido por el clientelismo y su derrama de recursos. O por el carisma populista de AMLO, mal impostado en la presidenta. El caso es que ese descontento resurgió con una virulencia en las redes y en las movilizaciones físicas de Michoacán, con un tono de rechazo desconocido contra una o a un presidente en funciones.
Intimidar descontentos. Pero si los asesinatos cruzaron una línea con efectos imprevisibles y las muestras de descontento alcanzaron furias desconocidas, la respuesta de la presidenta cruzó la línea de egreso al lenguaje amenazante, intimidatorio de López Obrador. Frente a un país dolido y sin mayor esclarecimiento por los crímenes de Michoacán, la presidenta no ha dado bases para la certeza. Anticipó una teoría conspirativa para amonestar las muestras de rechazo del mundo digital. Y convirtió en buitres a los trabajadores de los medios de información en una nueva guerra reputacional. Y tuvo una dedicatoria para los detentadores de medios electrónicos, a quienes les recordó su condición de concesionarios y con ello su poder para revocarles sus concesiones, una vez demolido el órgano autónomo creado para tomar las decisiones en ese campo.
Académico de la UNAM

