Gobernar es decidir y nada más. Tomar decisiones acerca de los problemas cuasi infinitos de un país y los recursos siempre limitados. En términos generales, no es que al gobierno de un municipio o un país no le importe un problema público, sino que al jalar la cobija para un lado se descobija otro. Los economistas llaman a este fenómeno de la cobija el costo de oportunidad. Dado que no tenemos dinero infinito, invertir recursos en cambiar las escaleras del Metro implica no destinar esos fondos a otros problemas. Ahí radica la médula de gobernar. ¿Qué importa más o qué es más urgente? Podemos meterle anécdotas y también cifras, y de todos modos será complicado llegar a un acuerdo sobre dónde poner nuestras fichas y qué cosas dejamos descobijadas al hacerlo.
Los cambios drásticos que se han dado en la vida pública mexicana recientemente son un ejemplo claro. El argumento para desaparecer fideicomisos de ciencia u organismos enfocados en la transparencia o competencia económica fue que son muy caros de mantener y no sirven para gran cosa. El predicado de esa primera parte de la narrativa es que resulta mejor invertir en otras áreas más prioritarias. Parte de la popularidad de decisiones como éstas radica en la manera en que se plantean como dilemas: ¿qué preferimos, una organización pública que se encarga de que otras organizaciones públicas digan cómo usan los recursos… o mejor usar todo ese dinero en programas sociales que asignan recursos directamente a todos los mexicanos? Uno puede pensar que al fin ni se usaban mucho los datos y la transparencia no aporta gran cosa en la región más transparente.
Viri Ríos le llama a este cúmulo de decisiones en este preciso momento el año en el que todo cambió. Aunque concuerdo con su lectura respecto de la magnitud de estos cambios, no comparto del todo el optimismo con el que los mira. En una cosa tiene toda la razón: veníamos de un pasado de canallas que convirtieron a la gobernanza en sinónimo de compadrazgos, corrupción, impunidad y obediencia. Fueron años de abuso a mansalva tan largos que se entiende que la ciudadanía no quiera saber nada de ese pasado. Ni siquiera los pequeños triunfos que se dieron pese a esos canallas y partidos hegemónicos. Victorias ciudadanas cuya única manera de perdurar fue, vaya cosa, protegerlas en organismos autónomos y fondos estrictamente destinados a algunos rubros. Claro que todo tiene sus claroscuros y uno puede encontrarle fallas a todo. Si los organismos autónomos eran ineficientes, arreglarlos suena un poco menos caro que destruirlos, a menos de que la pregunta sea la misma: ¿verdad que preferimos olvidarnos de ese viejo pasado y ahorrarnos ese dinero de cosas que no hacen nada útil y mejor invertirlo en lo verdaderamente importante? Uno tendría que ser traidor de veras para no decir que sí a tal cuestionamiento.
Decisiones de este calado se han defendido desde varios ángulos. Uno de ellos es que otros países más desarrollados y, en principio, “igual o más de democráticos”, han seguido este camino. Tener organizaciones autónomas de acceso a la información y, después de algún tiempo, recentralizar algunas decisiones para que los gobiernos puedan dar golpes de timón necesarios. Hasta ahí, todo bien. El problema es que importa mucho el momento en que esos países han tomado tales decisiones. Como dice una broma vieja en la ciencia política: lo difícil de un estado de derecho son los primeros quinientos años. Aunque países miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) se citen como ejemplos de países desarrollados que tuvieron a bien desaparecer organismos autónomos, no se dice que esos países son harto distintos que México. Porque no es lo mismo recentralizar las tareas de transparencia en Noruega o el Reino Unido que en México. Porque gobernar es harto distinto aquí que allá, aunque en todos lados se cuezan habas. La cobija no mide lo mismo y hay distintas cosas descobijadas aquí y allá.
Los problemas y recursos sobre los que se toman decisiones —se gobierna— en un lugar y en otros son muy distintos, aunque tengan el mismo nombre.
Sirva una última idea como coda de este texto: esos órganos autónomos que son muy caros y sirven para poco fueron una parte del combustible que le dio vida al movimiento que ahora mantiene el poder. Claro que gobernar es decidir y decidir es priorizar, y uno bien puede pensar que la cobija es prestada y ahora las prioridades son otras.
@elpepesanchez