Somos una especie en viaje, dice Jorge Drexler y, como siempre, dice bien. No tenemos pertenencias sino equipaje. Es una idea tan cierta como potente: estamos vivos porque no estamos quietos. El desplazamiento humano en grandes distancias es una de las constantes de nuestra especie. La finalidad de migrar no sólo ha sido encontrar lugares menos inhóspitos donde asentarse un tiempo y no tenemos que remitirnos a nuestros viejos ancestros para mirar estas huellas. Lugares tan cosmopolitas como Nueva York y un montón más de centros urbanos con densidades demográficas increíbles solo pueden explicarse con eso: oleadas de humanos enfilando sus pies hacia un sitio nuevo.

Claro que hay quien se mueve por voluntad y quien lo hace empujado por fuerzas más allá del libre albedrío. Es aquí donde entran las políticas públicas. En la conversación cotidiana se tiene una idea ambigua de qué es una política pública. Se dice que son leyes y reglas, prohibiciones, acciones de gobiernos para lograr cosas. También se le cuelga al concepto de políticas públicas adjetivos que le vienen muy holgados. Por un lado se les cubre de un halo de justicia y de hacer lo correcto siempre. Por el otro, se les tacha de instrumentos tecnócratas para dominar grupos sociales. Lo cierto es que no son ni lo uno ni lo otro. Las políticas públicas son decisiones de los gobiernos en nombre de sus ciudadanos.

Volviendo a nuestra ecuación de la constante de la migración, a veces los humanos se desplazan voluntariamente y muchas otras veces se convierten en el objeto central de políticas públicas. A escasos días de que comiencen los juegos olímpicos en París, cientos de individuos en situación de calle son enviados en autobuses a otras ciudades. Las políticas públicas no son necesariamente buenas o mala por naturaleza. Son decisiones. La decisión es mostrar al mundo el lado más brillante de la ciudad de la luz y empujar un problema urbano que conocemos todos a otra parte. Nuevamente, las políticas públicas no son necesariamente efectivas, coherentes, útiles. El objetivo no es mejorar la calidad de vida de estos humanos sino enviarlos a otro lado, lanzarle el problema a alguien más aunque sea por un lapso breve.

Esta práctica no es nueva ni exclusiva de París. Se documentó en distintos medios la manera en que el gobierno chino desplazó a miles de personas para construir la villa e instalaciones olímpicas en 2008. Tampoco sucede únicamente cada cuatro años: migrantes en Estados Unidos han sido enviados en autobuses de Texas a Nueva York y otras ciudades. La decisión es tanto clara como terrible: hacer de la crisis migratoria un problema compartido y emplear a humanos como moneda de cambio en escaramuzas políticas.

En 1956, Charles Tiebout publicó en el Journal of Political Economy una idea muy influyente: para lograr el tamaño poblacional ideal en las ciudades y motivar a los gobiernos a ofrecer servicios de calidad, tendríamos que crear un mercado de gobiernos locales en el que las ciudades compitan por atraer a ciudadanos que busquen impuestos justos y servicios eficientes. Bajo esta idea, las regiones estarían formadas por policentros donde las familias “votaran con los pies” y se mudaran a las ciudades que ofrecieran los mejores gobiernos.

La idea es simple, racional y clara, tanto que generó un movimiento fuerte tanto en la academia como en la práctica buscando materializar la idea de un mercado de ciudades competitivas que resultara en mejores condiciones para todos. El problema fundamental de esta idea resuena en esos autobuses que vemos este verano llevando a gente que no buscaba moverse hacia quién sabe dónde, sin la menor intención de que encuentren en ese destino un lugar mejor que donde estaban. Cuando no todos podemos votar con los pies y los que terminan moviéndose contra su voluntad son los mismos, la realidad muestra que las políticas públicas son eso: decisiones. Complejas, controversiales y, en muchos casos, terribles y vergonzosas.


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