La lluvia barre con la acalorada rebatinga política, remojando las banderas de papel y hundiendo en un olvido cómodo el clamor de todo aquello por lo que nos peleamos aquí abajo mientras se peleaban allá arriba. Aunque la batalla legal todavía no se apaga, hay una reforma planchada y lista para implementarse y, como dice Joan Manuel Serrat en Fiesta, con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza, y el señor cura a sus misas. Pienso que nos tomamos muy a pie juntillas aquella metáfora de la fiesta de la democracia hoy que vivimos la resaca del episodio de la reforma judicial.

Como se sabe en el estudio de políticas públicas, si diseñar la política fue difícil, con frecuencia implementarla es un infiernito de proporciones todavía más escala caguama. México tiene uno de los procesos electorales más sofisticados y complejos del planeta, en parte también porque la burra no era arisca, sino que la hicieron a base de décadas de elecciones oscurísimas. No en todos los países existen boletas con un montón de tintas de seguridad para evitar hojas pirata, o tinta que no se borra del pulgar hasta dentro de dos días. Y aunque se ha trabajado para empatar elecciones en algunos casos, uno entra a la mampara de plástico con unas cuatro o cinco hojitas para elegir ejecutivo y legisladores. La mayoría de los aspectos de la reforma no son evidentes ahora ni lo serán en un ramillete de semanas, pero la elección de jueces por voto popular va a traer consigo un intrincadísimo andamiaje burocrático para tener candidatos, campañas, propuestas y quizá debates, y elecciones por aquí y por allá de un montón de cargos además de lo que ya se votaba antes. ¡Qué exagerado! Vas a decir, y a lo mejor sí, porque al fin y al cabo nada más se trata de formarse un domingo de vez en cuando y ponerle un tache bien acomodado al partido de tu elección. La cosa es menos simple si se piensa que los jueces por lógica no deben tener afiliaciones partidistas, así que uno ya no se va a poder guiar por el logotipo de un partido y tachar un color en todas las boletas sin mayor reparo.

La resaca de ese pedazo de la democracia (el electoral, quiero decir) se manifiesta justo ahí. Queremos que todo sea poder del pueblo pero cuando ese poder se convierte en una responsabilidad ciudadana de informarse y saber por qué uno vota de un modo y no de otro no nada más porque te cae bien una candidata o desconfías de la del otro color. Más allá de pelearnos en las redes y mandarnos memes, hacer que recaiga más poder y más responsabilidad en el pueblo solo conduce a resultados más plurales y más justos cuando la ciudadanía se toma ese poder en serio. Claro que tenemos un rezago inmenso colectivo en el conocimiento de qué hace el poder legislativo y en qué se diferencia del judicial, por qué hay Suprema Corte y Juzgados de Distrito y un titipuchal de cosas que deberíamos saber si es que vamos a votar ahora por quienes ejecutan esas funciones.

No es prejuicio ni pisarle el callo a nadie pero nos conocemos bien y no es la primera vez que usamos nuestra INE para su propósito inicial además de para poder comprar alcohol. Y sospecho que la resaca de la fiesta de la democracia nos llevará casi irremediablemente a olvidarnos de este asunto cuanto antes y solo revisitarlo con los dedos en la puerta, con la elección encima y haciendo como si el funcionamiento del gobierno y la dinámica nacional fuesen triviales y superfluos como quién gana en la enésima iteración de los muy triste reality shows. Y yo que creía que ya habíamos agotado ese modelo. De formato televisivo, no de distribución del poder en una sociedad, claro.

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