Con afecto para Anselmo Sánchez, Armando Castillo y Victoria Sánchez, orizabeños de alta manufactura

Nunca me ha gustado cortarme el pelo. Preciso, nunca he sido devoto de la ceremonia de ir a que me corten el pelo, ya no digamos sacar una cita. Suena ingrato, ya sé, considerando que he tenido hasta ahora una melena dócil, relativamente frondosa y quizá he sido un poco ingrato en su mantenimiento. Tampoco es que la pasara tan mal en ese lapso en el que estás ataviado con una batita de lona suave a merced de alguien con tijera en mano.

Cuando era niño, íbamos a la Estética París. Como muchas instituciones de barrio, ya no existe y en su memoria quedan unas cortinas metálicas que recuerdan a esas ventanas que daban a la Avenida Cuitláhuac casi con México-Tacuba. La ciudad se mueve, y es quizá una de las cosas que más asombra y engancha a quienes no nacieron en ella. Apenas la pisan y hay algo caliente en este piso que no permite que nada se esté quieto. Ni siquiera el metro cuando hace esas pausas malditas que parece que hizo campamento entre Hidalgo y Bellas Artes.

La ciudad cambia, es una membrana viva. Mugrosa y a veces destartalada como pulmón ahumado pero inmortal como pocas. Juzgar el cambio sería ocioso, además. Tiene su arista política el espacio urbano. Hasta la esquina más ingrata donde antes vendían pepitas al comal y ahora audífonos. Uno puede pensar que la avenida luce fría con una concesionaria de coches por aquí y otra poquito más allá, pero habrá quien vea en ellas un dejo de modernidad y también un montoncito de empleos fijos. Así que la ciudad cambia, sin adjetivos que le estorben. Respira.

Se llamaba Estética París porque uno conservaba todavía esos estereotipos que acabaron empolvándose al paso del meme. El perfume y la elegancia francesa, un reloj suizo, un lino italiano. Cosas del ayer, pues. Y cabía perfecto en ese sincretismo en el que tiene todo el sentido un rótulo clásico pintado a mano de la Torre Eiffel en una avenida que lleva el nombre del militar Mexica artífice de la Noche Triste que habría de colgar los tenis por una enfermedad que llegó en barco español.

Claro que no era la excepción. Decenas de salones y estéticas buscaron la sofisticación eligiendo nombres ultramarinos. Dentro, la Estética París era uno de esos sitios en los que se barre pero siempre queda igual. No muy tirado y tampoco necesariamente ordenado. Un templo cotidiano del cabello en el que había unas sillas que parecían estar empotradas al mismísimo núcleo de la Tierra. Frente a ellas, unas cajoneras en negro y blanco y, al costado, una tira de cuero colgada que anunciaba que en algún punto iba a haber una navaja afilada alrededor de las orejas. Un cajoncito especial guardaba piezas metálicas y navajas ante una luz morada (o negra, como se le dice) que estaba tan bien instalada que uno podría jurar que, efectivamente, mantenía el filo aséptico, clínico, purísimo. Detrás, en la sala de espera, un montón de revistas viejas sobre celebridades de las que probablemente nadie se acuerda y colecciones enteras de Condorito con chistes a los que mi absolutamente nada precoz cabeza les entendió.

No solamente cambia todo, sino que incluso ese recuerdo brevísimo y estático de un lugar y una ceremonia cotidiana es tan único y sesgado de los ojos con los que lo miré que nadie lo recuerda así. Pese a todo, lo escribo antes de que Google maps lo olvide. Antes de que nuestra inteligencia artificial de confianza piense que lo estamos inventando. Que nunca existió un DF de sábado por la tarde. Luego caminaba con mi padre de vuelta a casa. Me cuesta acordarme de qué hablaríamos en ese trayecto en el que dejábamos atrás el bullicio de Tacuba, pero pongo ese recuerdo en el mismo sitio donde tengo hospedada a la Torre Eiffel y a la sala de Antropología desde donde nos mira Coatlicue. Como ese cajoncito de luz morada donde descansa la memoria.

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