No acaba de terminarse el año y se descuelga en las redes senda rebambaramba en defensa del bolillo. Como fábula salida de otro tiempo, la historia se aboca en un panadero inglés con credenciales y pedigrí panificador internacional, y un ímpetu por conquistar el paladar chilango post-hipster romacondescendiente. No sería la primera ni más ilustre incursión gastronómica de esta naturaleza de no ser porque nuestro personaje cándidamente compartió en un podcast que, en realidad, no hay mucha cultura de pan en México y que las tortas son unos panes más bien feyecitos. Y remató con el alegato de que se retrasó la inauguración de su panadería porque le detuvieron la obra y tuvo que soltar prenda para que se desanudara la cuerda, induciendo que básicamente así se mueve todo en el país.

Como era de esperarse, la reacción en redes fue contundente y furiosa. Pisa callo sobre callo en una ciudad que, a veces, uno juraría fue construida sobre teleras y no sobre chinampas. La sociedad chilanga, que no solo ha resistido el escarnio de otras ciudades y regiones que la acusan de meter todo en un bolillo, consideró la herejía del panadero inglés como la gota que derramó un champurrado que se ha venido calentando por largo rato. Y es que, como todo fenómeno social, la descalificación al bolillo no ocurrió en un vacío, sino en esta cedeemeequis que se volvió cien veces más atractiva internacionalmente a raíz de la pandemia. La turistificación de la ciudad y el emprendedurismo voraz de ciudadanos de otras latitudes mostraron que la actitud de turista en Cancún que ya conocíamos se trasladó a todos lados cuando los visitantes decidieron asentarse por un rato. Desfilan cientos de videos en redes de personas de distintas nacionalidades doblando las reglas, desobedeciendo los reglamentos y asumiendo que su pasaporte los cubre de un halo de impunidad.

Aunque la inequidad impera, las redes quizá olvidan rápidamente, pero no perdonan en el momento. Sobra decir que los comentarios del panadero inglés son tanto estrepitosamente equivocados como muy lamentables. Tanto esa profanación a los hornos mexicanos como la reacción de la gente en las redes dicen mucho de los dos frentes. Por un lado, exhiben esa condescendencia muy anacrónica y sí, colonizadora, en una tierra que ha leído ya ese cuento desde tiempos novohispanos. Muestra que hay todavía quien piensa en la capital mexicana como un lugar emocionante y dinámico en el que nos bajamos del caballo para subirnos al metro. Así como se fueron de bruces los navegantes españoles que se encontraron con la capital mexica hace centurias, nuestro pueblo magnético, como diría Rockdrigo, suele exceder casi cualquier expectativa, buena y mala.

Del otro lado, la reacción embravecida del público también lo describe. No se trata de un monolito de rechazo, hay que decirlo. Hay quien se suelta como rosario enciclopédico detallando cada migaja, desde el pan de muerto hasta la piedra con chocolate. Y quienes reaccionan con tanto enojo que muestran ese espíritu de revancha que caracteriza mucho este tiempo que atravesamos. Los días de furia que el mundo vive se tratan no siempre de quién la hace, sino de quién la paga. Una ciudad que ya vivía gentrificación e inequidad y que vio esos fantasmas agrandarse con la visita y asentamiento de nuevas personas, que ha visto los precios dolarizarse y ajustarse a un bolsillo que cobra en otro lado y gasta en la esquina junto al Oxxo. Todo este desbarajuste por un bolillo, pues sí. Porque, como torta cubana, la discusión tiene de todo y en abundancia, desde el respeto a una ciudad, sus costumbres, sus demonios y sus aromas, hasta el clasismo y la perpetuación de dinámicas polarizadoras. Una sociedad que tiene un pan para celebrar la visita de los muertos, para esconder un niñito de plástico y desencadenar una ola de tamales, cómo no iba a sentarse a la mesa a vociferar alrededor de una torta.

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