Recién me quedé pasmado y un poco pensativo mientras veía en la computadora la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos en París. No soy un conocedor avezado de alguna disciplina en particular. Soy justo esa persona mexicana promedio que se emociona en términos generales y nostálgicos por estos eventos que significaban un montón hace tiempo y parecen haberse desgastado por arte del demasiado que es ahora el mundo.
Desarrollo aquí más mi idea. Antes -refiriéndome a hace unas tres olimpiadas, para seguir en estos términos- las redes no se habían consolidado y mucho menos caído en ese cementerio de ataques y descalificaciones infinitas que son ahora casi todas. El mundial y las olimpiadas y las cosas que cimbraban al mundo se veían en una televisión y nada más. Esto es una descripción y no un juicio de que todo tiempo pasado fue mejor. Ya escucho el eco de un “ya siéntese, señor” restregándose en mi teléfono. No se trata de una defensa a ultranza del tiempo pasado sino el reconocimiento de un tiempo radicalmente distinto al que vivieron no solo nuestros padres sino muchos de nosotros hace relativamente poco.
En esos días del ayer, había especialistas en la tele que parecían haber estado en la primerísima Olimpiada y sabían santo y seña de países, entrenadores, rutinas y calificaciones. Fui de esos niños que sabían que existía Rumania por Nadia Comăneci aunque su diez perfecto sucedió antes incluso de que naciéramos. Ese peso específico tenían las cosas que en su momento importaban. Tuve una figurita de Cobi, quien fue mascota de las Olimpiadas de Barcelona en el 92. No muy sofisticado: un muñequito de plástico que no se movía ni estaba ataviado de ningún deporte en particular. Tenía su sonrisa chueca y hasta muchos años después descubrí que era un perro de los pirineos que hacía homenaje con su sonrisa de lado al cubismo. Nunca supe de dónde vino ni qué le pasó a ese Cobi, como pasaba con algunos de los juguetes más entrañables.
En mi agudísimamente ingenua infancia, las Olimpiadas para mí eran una cosa grande pero abstracta. Con todo, recuerdo casi con detalle cinematográfico la manera en que un arquero catalán -Antonio Rebollo- disparó una flecha apuntando al Montjuic y encendió el pebetero que quedó prendido en mi memoria para siempre. Asumiéndonos posmodernos, casi toda nuestra realidad social es subjetiva y, por tanto, resulta inútil y equívoco decir que un evento o momento fue mejor o más memorable que otro. No es esto una discusión para asignar lugares a las ceremonias. Es acaso el eco del asombro de cómo ha cambiado todo para todo el mundo. La ceremonia de París fue magnífica. Cuán bien hicieron en sacar la ceremonia del estadio y hacer una fiesta en la ciudad, en pleno Río Sena. Hubo música que suena a una Francia multidimensional, clásica y moderna. La antorcha olímpica fue llevada y traída por un montón de atletas pero también otro montón de celebridades como nunca antes, si mi memoria no me falla. La marsellesa cantada desde la azotea del Grand Palais, una pasarela en pleno diluvio sobre los puentes del Sena y ciclistas haciendo acrobacias sobre plataformas navegantes. Un caballo robótico galopó en la noche parisina y nunca acabé de entender cómo y más bien por qué Zinedine Zidane le pasó la antorcha a Rafael Nadal quien se montó en un bote estilo James Bond con tenistas que pertenecen al mismísimo Olimpo.
Difícilmente alguien podría decir que le faltó un alfiler a la ceremonia parisina. Me entretiene imaginar esas reuniones donde se gestó el evento durante años. En un mundo donde nada dura nada y donde hemos perdido el asombro ante lo más sublime y lo más sórdido, ¿cómo imaginar un momento que perdure en el tiempo un poco más que lo que dura un videíto de internet? Parece que la capacidad para almacenar y transmitir datos en nuestro presente es directamente proporcional a la necesidad de producir datos, luces, noticias, chisme, algo.
Nada de esto tiene una gota normativa. Trato de disfrutar este pasmo mío sin juzgar una cosa ni la otra porque incluso lo que recuerdo tiene el filtro de estos ojos desvencijados y esta memoria que se acuerda de unas cosas y otras no. Además, incluso si se pensara que la sobreabundancia de tanta cosa y tanto dato fuese perjudicial, estamos tan hundidos en el fango de esta era que jalar el freno de mano es imposible. Inexorablemente somos estos humanos de un tiempo fugaz. A lo mejor soy solo yo, que soy un millennial viejo que se marea con el vértigo de estos días. Tal vez sea solo eso. Con todo, encuentro remanso de la prisa con que me arrastra el tiempo mientras levanto el teléfono y hablo con mi padre. Incluso decir esto suena anacrónico. Lo de levantar el teléfono, digo. Porque tiene sentido para quien sabe que un auricular era una suerte de cuerno que descansaba apuntando hacia abajo. En cualquier caso, escucho la voz de mi padre diciendo que ese globo metálico y esa flama flotante en el cielo parisino va a ser muy difícil de equiparar e imposible de olvidar. Y aunque nada dura nada, ese solo comentario lo vale todo.