Dada la participación de Ernesto Zedillo en un foro de España, hablando del populismo (saco que de inmediato se puso AMLO), se le dejaron venir múltiples críticas y condenas. Como todo gobierno, el de Zedillo tuvo aciertos, errores, y cosas criticables. Pero quiero destacar lo que más le reconozco: su apertura a la democracia. Tras un año política y económicamente turbulento, Zedillo ofreció una apertura democrática genuina: “Hoy sabemos que para tener una economía sana debemos tener una política sana y, hoy más que nunca, una política sana entraña un Estado de derecho fortalecido y una democracia plena” (5/Feb/95). Yo lo tomé completamente en serio, y así lo desarrollé en un libro ese mismo año (Jaque al Rey: hacia un nuevo presidencialismo mexicano).

Entonces expresé las naturales dudas que eso generaba en la mayoría, pues todos los presidentes ofrecían democracia y ninguno había cumplido: “Es comprensible el escepticismo que muchos observadores y políticos albergan acerca de la voluntad política de cualquiera que ocupe la silla presidencial para dirigir la democratización, incluso bajo el supuesto de que el presidente disponga de la capacidad política e institucional para hacerlo”. Pero yo apelaba no necesariamente a la vocación democrática de Zedillo, sino a un pragmatismo elemental; de no abrir la política en serio, y en cambio forzar un nuevo triunfo del PRI, sobrevendría una nueva crisis política y económica, lo que en nada convenía al presidente. Y escribí: “En un acto de racionalidad elemental, nadie encabezaría desde la presidencia un cambio democrático, a no ser que las condiciones políticas en que se encontrase fuesen excepcionales, riesgosas para su continuidad en el cargo y para su vida, y el gobernante tuviese la sensibilidad para percibirlo así”, como calculaba que ocurriría en el caso de Zedillo.

Otro elemento favorable a la democratización era que Zedillo no había buscado el poder; este le cayó, y así es menos difícil sacrificarlo o limitarlo. Él había dicho: “La verdad es que nunca lo esperé (ser candidato). Debo haber sido el único contendiente por la nominación del partido que nunca hizo nada por obtener la candidatura" (4/Jun/1994). Tras el tortuoso año de 1994, Zedillo entendió que no había más alternativa que una genuina democratización política. La otra opción era un autogolpe dictatorial, inviable para México en tiempos de apertura, libre comercio con Estados Unidos y globalización.

De modo tal que Zedillo aceptó triunfos estatales del PRD (no sólo del PAN), dio su visto bueno a la reforma electoral de 1996, que nos llevó de la hegemonía partidista a un sistema plural y competitivo (con un IFE fuera del gobierno), acató el triunfo perredista en la capital y no impidió la pérdida de la mayoría absoluta del PRI en la Cámara Baja. Todo lo cual me llevó a calcular que de perder el PRI en el 2000 (lo que desde ese año se veía probable), Zedillo acataría el resultado, cosa que incluso el equipo de Fox dudaba pocos días antes de la elección (se hablaba del ‘Plan B’ en caso de una derrota priista). Les respondía yo que Zedillo aceptaría un eventual triunfo del PAN para evitar otra crisis monumental.

Con López Obrador ocurre justo lo contrario; su enorme legitimidad le ha permitido desmontar en lo posible el edificio democrático; no requiere abrir el sistema, como Zedillo, y en cambio pretende cerrarlo en beneficio de su partido y proyecto. La disminución de legitimidad política del régimen priista entre 1982 y 1994 llevó a México a su democratización; por el contrario, la gran legitimidad con que llegó el actual gobierno, amenaza fuertemente esa democratización.

Analista político
 @JACrespo1

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