Mucho se ha comentado sobre la reforma contra el nepotismo, incompleta y precipitada como todas las que hace Morena, cuyos legisladores en general aprueban sin leer ni menos consultar a expertos y deliberar.
Pero en esta ocasión esa reforma afectaba directamente al socio de Morena, el Partido Verde (famoso por su oportunismo y cinismo, que ya es decir, pues todos los partidos lo son en buena medida).
Como tiene planeado ese partido dejar como gobernadora de San Luis a la esposa del actual gobernador, el “Pollo” Gallardo (que no tiene pactos con los cárteles, sino que es señalado de ser él mismo un capo regional), se opuso a que se aplicara desde 2027 y, bajo amenaza de romper con Morena, le dobló la mano para que dicha disposición empezara a operar en 2030.
Para Morena dicha ruptura con el Verde sería muy grave, pues la mayoría calificada -que por encima de la Constitución le regalaron el INE y el TEPJF- se perdería, y con ello su nueva hegemonía. Más vale una pequeña concesión (en realidad no tan grave para ellos) y no perder el autoritarismo que ya lograron tras seis años de golpeteo a la incipiente democracia mexicana.
Pero poca atención se le ha dedicado a la otra reforma; la no reelección. En las reformas de 2012-14 se reinstauró la reelección de legisladores y alcaldes (no la de gobernadores ni presidente, por fortuna).
La presidenta y sus corifeos dicen que se retorna con ello al principio rector de la Revolución de 1910: Sufragio Efectivo, No Reelección.
Dicha afirmación es mezcla de su ignorancia y demagogia, pues ese lema se refería exclusivamente a la Presidencia, no a los legisladores, por lo cual en la Constitución de 1917 se incorpora esa posibilidad, presente en prácticamente todas las democracias del mundo (con dos o tres excepciones).
Y es que la reelección es parte esencial de la democracia, pues vincula al electo con sus electores y contribuye a la rendición política de cuentas.
Si un legislador, tras ser votado (supongamos que democrática y genuinamente) no dependerá más de sus electores, los borra de su radar y toma sus decisiones siguiendo la línea de quien decidirá su siguiente cargo político (el coordinador o líder de su partido, o el presidente si es de su partido).
Se acabó la influencia ciudadana (y por tanto esa parte esencial de la democracia).
Justo porque la no reelección quita autonomía a los legisladores y les corta el vínculo con sus electores, es que Plutarco Calles aprovechó la muerte de Obregón, para en 1933 reincorporar la No Reelección presidencial definitiva (no una vez sí y otra no, como se había reformado por orden de Obregón), para también quitar la reelección legislativa.
De esa forma, se subordinaba aún más el Legislativo al Ejecutivo, fortaleciendo el presidencialismo imperial que predominó durante el periodo hegemónico.
Es verdad que pocos ciudadanos ponen atención a lo que hace o cómo decide su candidato en ambas cámaras, pero al menos la reelección permite poner límites a los excesos.
Si un legislador incurre en conductas cuestionables (aunque no sean ilegales) o abiertamente vota contra lo que prometió o es importante para sus electores, éstos lo pueden castigar removiéndolo (y cuando eso sucede en países democráticos, normalmente se acabó la carrera política del sujeto en cuestión).
En cambio, doblegándose a las directrices de los jefes, los legisladores podrán ocupar otros cargos (en el gobierno o en otros cargos legislativos; diputado local o federal, senador, etc).
Su carrera política no depende de los electores sino de los jefes. El problema con la reelección que se aprobó hace 10 años es su letra chiquita; la decisión de si un legislador podía buscar la reelección recaía en su partido, con lo que para efectos prácticos borraban la buscada influencia de los electores.
Obviamente así no sirve; pero más que quitar la figura, lo democrático sería reformarla para que cada legislador decidiera si busca o no reelegirse (a menos, por ejemplo, que se hubiere cambiado de partido, traicionando con ello a sus electores).
Analista. @JACrespo1