La sucesión adelantada por López Obrador ha sido interpretada en distintos sentidos; algunos (no sólo obradoristas) la consideran una jugada magistral, bien para distraer la atención sobre los problemas actuales o para asegurar el control del proceso a partir de su objetivo central (llevar a Claudia Sheinbaum a la Presidencia). Algunos la ven como un reflejo de su prisa por concluir su gobierno y acceder al altar que la historia le tiene reservada junto a los héroes supremos. Y otros más la vemos más bien como un grave tropiezo, coincidiendo con Ricardo Monreal en que eleva los riesgos de confrontación interna, fuego amigo, debilitamiento institucional y quizá pérdida de control por parte de AMLO. En cuyo caso tal decisión sería algo así como el “error de julio”.
La oposición, por contraste, ha tenido la libertad para levantar la mano con mucha anticipación (como hizo Vicente Fox en 1997, y otros después de él), pues no tenían presidente al que le hicieran sombra. Ahora ya tenemos de nuevo a Ricardo Anaya , y a Enrique de la Madrid levantando la mano. Pronto habrá más. Pero una regla que no cambiará es el “dedazo”, la facultad presidencial de designar al candidato oficial a partir de sus preferencias o evaluaciones personales, simulando si acaso un proceso popular o democrático en esa decisión, como que “el partido” que espontáneamente se había inclinado por el “bueno”, o después con pasarelas (De la Madrid) e incluso elecciones internas controladas (Zedillo). Ese mecanismo no funcionó con el PAN debido a su propia organización democrátic a; ni Fox ni Calderón lograron ungir a sus favoritos. Pero con el PRI nunca falló.
¿Hay elementos serios para pensar que ahora será distinto? AMLO asegura que esa será una decisión del pueblo, y se maneja de nuevo la idea de aplicar dudosas y opacas encuestas, propias de ese partido. Mas resulta inconcebible que López Obrador, que controla absolutamente todo, ceda tan importante decisión a la ciudadanía en general, o siquiera a delegados del partido. Imaginemos que, como muchos suponemos, siendo Claudia Sheinbaum la favorita de AMLO (por su lealtad a toda prueba), pero que al grueso de la ciudadanía le resultara mejor algún otro precandidato, como Marcelo Ebrard o Juan Ramón de la Fuente (como ya se puede percibir en varios sondeos informales), ¿de verdad aceptaría López Obrador “obedecer” al pueblo dado que “el pueblo manda”? En absoluto. Desde luego, todos los aspirantes aseguran que el proceso será democrático, pues no pueden decir otra cosa, pero saben que no será así.
Finalmente, dada la falta de institucionalización de Morena (cuya gobernabilidad pende del eje presidencial), es probable que algunos de quienes no sean favorecidos por el dedo presidencial decidan contender por fuera del partido (como ocurrió en el PRI en 1929, 1940, 1952 y 1987). Ricardo Monreal ya lo adelantó. En el caso de Ebrard, hace algunos meses contemplé que “podría romper con el gobierno y buscar apoyo entre los disidentes, críticos y decepcionados con el actual gobierno. Muchos de ellos no ven tan mal a Ebrard por considerarlo más aterrizado, más racional y sensato que su jefe” ( EL UNIVERSAL , 25/I/21). Él dijo que si el pueblo decide por otro aspirante, lo respetará. Tiene que decirlo así, pero francamente me parece más probable que en tal caso alegue fraude (probablemente con razón) y rompa bajo ese argumento. Y recordemos que la estafeta se le pasa a los hijos, no a los “carnales”. La única posibilidad que le veo a Ebrard, si acaso, es que en el camino Claudia se caiga de manera contundente, por la razón que sea. Lo cual tampoco puede descartarse. Varios sondeos adelantan que Marcelo es, con mucho, menos mal visto que Sheinbaum por el grueso de la ciudadanía, y entre los obradoristas no hay gran diferencia que digamos.
@JACrespo1