López Obrador, durante su larga campaña, no sólo hizo grandes promesas, sino que ofreció una auténtica utopía, en la que millones de ciudadanos, deseosos de aferrarse a un futuro mejor para ellos y para el país, decidieron creer. Muchos han reconocido haberse equivocado, otros siguen creyendo en su utopía (aunque van reduciendo la expectativa y prolongando el tiempo en que se pueda cumplimentar).
Una parte sustancial de la utopía obradorista era la llamada República Amorosa, que iría acompañada de una “revolución de las conciencias”, aparentemente ética, es decir, relacionada con valores morales y espirituales, que llevarían al país a la concordia y la mutua comprensión, empatía y solidaridad. En AMLO prevalece el idealismo político, la idea de que “los seres humanos no son malos por naturaleza; son las circunstancias las que llevan a algunos a tomar el camino de las conductas antisociales”. De ahí su convicción de que durante su gobierno donde los mexicanos se volverían honestos, solidarios y fraternales: “Por eso, no vemos otra salida que no sea la de renovar, de manera tajante, la vida pública de México; y ello implica, sobre todo, impulsar una nueva corriente de pensamiento sustentada en los valores de la dignidad, la honestidad y el amor a nuestros semejantes”, escribió en 2016.
Por otra parte, en la declaración de principios de Morena se lee: “No hay nada más noble y más bello que preocuparse por los demás y hacer algo por ellos, por mínimo que sea. La felicidad también se puede hallar cuando se actúa en beneficio de otros, […] cuando se hace algo por la colonia, la colectividad, el pueblo o el país”. Incluso AMLO define ser de izquierda a partir de esos principios más que de ciertos proyectos económicos o sociales: “Ser de izquierda, en nuestro tiempo y circunstancia, más allá de otras consideraciones, es actuar con honestidad y tener buen corazón”. Podría ésta ser también la definición de un buen cristiano, o de un buen budista, tal como lo define el propio presidente: “¿Qué es en esencia el cristianismo? Es el amor, la fraternidad”. No habría pues diferencia básica entre ser cristiano o ser de izquierda: “La verdad es revolucionaria [y] cristiana; la mentira es reaccionaria, es del demonio”. De tal idea también se desprende el tono bíblico y de predicador que frecuentemente ha adoptado en sus discursos y mítines (al ser nombrado candidato del Partido Encuentro Social, de corte confesional y evangélico, se leyó una homilía y se le comparó con los grandes profetas).
Un ejemplo de dicha vinculación entre el discurso político y la prédica moral cuasi-religiosa, es el siguiente: “El propósito es contribuir a la formación de mujeres y hombres buenos y felices, con la premisa de que ser bueno es el único modo de ser dichosos. El que tiene la conciencia tranquila duerme bien, vive contento. Debemos insistir en que hacer el bien es el principal de nuestros deberes morales”.
Sin embargo, en la realidad ha hecho todo lo contrario: la democracia no requiere de un discurso utópico y espiritual, pero sí legitimar al adversario, aceptar la pluralidad de ideas y posiciones, escuchar a los demás, dialogar sobre bases de civilidad, respeto y racionalidad, sentarse a negociar lo que pueda ser negociable, y no recurrir a la descalificación ideológica, el insulto y la calumnia como toda respuesta ante las disidencias y críticas. Y es justo lo que AMLO no ha hecho, por lo cual no podía esperarse la realización de la República Amorosa, y ni siquiera una aproximación. Al contrario, el país está más dividido y enconado al menos desde que tengo memoria política (cuando Echeverría). Y desde luego esa ruta a la división probablemente se profundizará de aquí al 2024.