Cando Felipe Calderón inició precipitadamente su estrategia de militarización, la gente lo celebró asumiendo que sería exitosa: “Valiente, Presidente”, exclamaban. Para los expertos en cambio era previsible que las cosas se saldrían de cauce, y que la oleada de aceptación se le vendría en contra más adelante. En esos días escribí: “Aquí el desencanto no será de golpe, porque los capos no derrocarán al Estado mexicano (ni quieren ni pueden). La derrota consiste en la imposibilidad de reducir la narco-violencia, que más bien se incrementará” (Excélsior, 21/V/07). Quienes votaron por Peña Nieto esperaban mejoría por la supuesta experiencia del PRI en el manejo del problema. Pero la estrategia fue esencialmente la misma que la de Calderón, y por ende sus resultados, semejantes.
López Obrador no sólo cuestionó esa estrategia, sino que —para variar— atribuyó la violencia e inseguridad consecuentes al modelo neoliberal: “Por culpa de la actual política económica, es decir, por el abandono de las actividades productivas y del campo, la falta de empleos y la desatención a los jóvenes, se desataron la inseguridad y la violencia que han causado miles de muertes en nuestro país” (2018; La salida, 2016). Pero el programa “becarios sí, sicarios no” simplemente no ha funcionado. Encima, la mitad de los 750 mil nuevos desempleados son menores a 30 años. ¿Quién contratará a todos esos jóvenes? Quizá el narco pueda hacerlo. Si la violencia y el crimen están asociados de manera determinante con el desempleo y la pobreza (dentro o fuera del neoliberalismo), probablemente en los próximos meses tendremos más de eso, porque pobreza y desempleo están creciendo rápidamente a partir de una crisis económica mal manejada por el gobierno. Tal vez de ahí la decisión de echar mano del transitorio de la reforma de 2019, y recurrir a las Fuerzas Armadas, en lugar de paliar la crisis económica con medidas contracíclicas eficaces. No sería raro entonces que más que combatir al crimen organizado (o además de), se piense en la contención de la delincuencia común que podría dispararse por la crisis.
La prédica moral también tendría su parte en la solución del problema, según AMLO: “Los miembros del grupo en el poder se dicen creyentes pero omiten que no es con violencia sino mediante el bien como puede suprimirse al mal”. (No decir adiós a la esperanza, 2012). Y agregaba “Hay que llamar a todo el pueblo de México a que no haya enfrentamientos entre hermanos” (Reforma,7/V/17). De ahí su política de “Abrazos, no balazos”, y de “Háganle caso a sus mamacitas” que intentó en estos meses. Ahora no ve otra opción que aplicar el resto de su sexenio lo que tanto criticó en doce años. Muchos obradoristas callan, pero algunos de ellos hacen espectaculares piruetas para justificar esta contradicción, recurriendo a argumentos semejantes a los que utilizaron los gobiernos de Calderón y Peña Nieto en su momento; es provisional, ¿tú qué harías?, es para desmilitarizar al país, etc. Lo que antes era “pegarle al avispero a lo tonto”, hoy se presenta como un programa serio, realista y sensato. Es que AMLO sí se da baños de pueblo y tiene la conciencia tranquila. Esa es la diferencia. Pero implícitamente AMLO le da la razón a Calderón y a Peña. ¿Tendrá esto un alto costo político para AMLO? Probablemente, pero no dentro del sector de sus devotos, que le creen y le justifican absolutamente todo, lo que sea. Sí en cambio entre quienes por él votaron bajo la esperanza de que cumpliría en alguna medida sus idílicas promesas —como sacar al Ejército de las calles—, pero que no han abdicado de su congruencia y sentido común. Es en ese segmento donde va creciendo el desencanto.
Profesor afiliado del CIDE.@JACrespo1