Es verdad que varias de las preguntas formuladas por la controvertida encuesta del INE sobre la reforma electoral se hicieron de manera muy genérica (los objetivos), pero sin aterrizar las fórmulas concretas (los cómos). Se puede estar de acuerdo con los primeros, pero no con los métodos concretos. Yo por ejemplo apoyaría cambiar el método para designar a los consejeros electorales y el relativo a configurar la Cámara de Diputados, pero con fórmulas distintas a las propuestas por el presidente. También he impulsado la reducción del financiamiento a los partidos, pero en 50% y no el 100% de sus gastos ordinarios. Las encuestas reflejan justo eso; mucha gente que aprueba las metas de la reforma, cuando se le especifican los efectos probables de cada punto, ya no las apoya. En todo caso, es difícil suponer que el grueso de ciudadanos conozca los pormenores de una reforma sobre un tema altamente especializado y con contenido muy técnico. Si el propio presidente no termina por tener claro lo que su iniciativa propone (varias veces ha dicho que se eliminarán todos los diputados plurinominales, cuando es justo lo contrario), no podríamos esperar que el ciudadano promedio lo haga.
Lo que sí queda claro es que prevalece gran confianza en el INE, por el desempeño que ha tenido a lo largo de estas décadas (con altibajos, desde luego, pero con avances y mejoras). La del INE reporta que 67% de encuestados tiene mucha o algo de confianza en el Instituto, y en concreto, 65% de quienes se identifican con Morena están en esa misma posición. Señal de que ese segmento no adopta el discurso de AMLO sobre la corrupción y parcialidad de los consejeros electorales. Y sólo la mitad considera importante hacer otra reforma. Pero según el diario Reforma, 65% de entrevistados no considera urgente que se realice dichos cambios. Y sólo 13% desea un cambio radical, como el que se propone. No está claro el apoyo mayoritario que presume Morena.
Cuando al público se les da a elegir entre una elección de consejeros por voto popular, con posible detrimento en su preparación y experiencia, la opinión se divide por mitades. En tal propuesta, la esencia no está en el voto popular vendido como democracia participativa por Morena, sino quién hace las propuestas originales; las dos terceras partes lo hacen el Presidente y el Congreso, donde su partido predomina. Se trata esencialmente de colocar incondicionales en el Consejo Electoral, y así controlar las elecciones (como Gobernación antaño). 50%, según Reforma, ve en la iniciativa el objetivo de controlar la elección por parte de Morena más que una forma de mejorar la democracia electoral. Tan es así, que si la oposición modificara la propuesta aceptando someter al voto ciudadano a los aspirantes, pero que éstos fueran designados por una comisión de expertos (como la que existe hoy en día), casi seguramente AMLO la rechazaría. Lo importante para él no es que los ciudadanos los voten, sino que lleguen al cargo sus incondicionales (como en la CNDH), lo que no ocurriría bajo esta fórmula modificada. Sería bueno hacer el experimento.
Otra señal de la confusión ciudadana en materia electoral, son varios sondeos donde se refleja en que la gran mayoría (entre 80 y 90%) opta por una representación pura de votos y escaños por partido, pero un 75% prefiere un sistema de mayoría relativa que otro de representación proporcional, siendo que es justo el primero el que genera una gran sobrerrepresentación del partido mayoritario en detrimento de los demás. El grueso del público no ha establecido la relación causal entre mayoría relativa y sobrerrepresentación. Es decir, prevalece poca información y poca comprensión (comprensible, por lo demás) del tema. Por lo cual el criterio para aprobar, modificar o desechar la reforma no debería ser el respaldo o rechazo popular, sino el debate racional, técnico y político de tales propuestas entre los expertos y los legisladores.