Es natural, que al llegar Zedillo al poder, el PRI esperara de él lo que de cualquier presidente priista hasta entonces; garantizar por las buenas o las malas los triunfos del PRI en los cargos clave, y desde luego la Presidencia.

Pero Zedillo entendió que las condiciones habían cambiado radicalmente, y que no convenía al país ni a su propio gobierno seguir como si se estuviera en los años 60.

De hecho, desde que el entonces presidente anunció la “sana distancia” con su partido (que implicaba que éste tendría que rascarse con sus propias uñas) empezó la molestia de los priistas con él.

Enojo que fue creciendo con la reforma electoral de 1996 (que les quitaba por completo el control del IFE, es decir, del proceso electoral), y al aceptar sin chistar los malos resultados de 1997; la pérdida de la capital y de la mayoría absoluta.

Recuerdo en esos años a conocidos priistas expresarse con gran enojo contra Zedillo, al que empezaron a considerar como traidor.

En la elección del año 2000, miembros del equipo de Francisco Labastida me dijeron que ganarían así fuera por un margen menor (casi todas las encuestas les daban el triunfo al PRI), y que de requerirse, contarían con el respaldo de Zedillo para garantizar su triunfo.

Entre los resentidos priistas, tras la elección, está desde luego el propio Labastida, quien no imaginó que sería el primer candidato tricolor en perder una elección.

Y de ahí su rencor, reflejado en su libro autobiográfico acusando a Zedillo de haber pactado con EU el triunfo del PAN. Vaya tesis absurda (que Claudia y su manada validan, pues ahora les conviene utilizarla).

Es verdad que desde 1988 el gobierno norteamericano recomendó al mexicano (a Salinas) que fuera abriéndose a la democracia, pero no por razones de convicción (que no mostraron durante décadas), sino porque percibieron (correctamente) que el régimen priista se iba agotando, y prolongarlo forzadamente pondría en riesgo la estabilidad del país, como estuvo cerca de perderla en 1988, y con más razón durante el oscuro año de 1994.

Pero de ahí a obligar a Zedillo a dar un triunfo inventado al PAN, hay gran distancia.

El PRI claramente iba de caída; obtuvo 39 % de la votación en 1997, y se podía esperar una votación menor en 2000, a partir de una tendencia histórica que reflejaba que ese partido obtenía siempre una votación menor en las elecciones presidenciales que en la intermedia anterior (salvo cuando López Portillo fue candidato único).

De modo que era previsible una votación priista del 35 o 36 %, que podría ser superada por el candidato opositor que ocupara el segundo sitio, junto con el “voto útil” (que fue del6 %).

Ese segundo lugar pudo haber sido Cárdenas, pero desde el gobierno capitalino simplemente se durmió. Y Fox lo rebasó hacia 1999.

Lo que sí parece claro, es que Zedillo calculara que más le convenía una alternancia —que sería la primera pacífica en nuestra historia— pero con votos reales, y quizá por ello eligió como su precandidato a un hombre deslavado y sin brillo, como Labastida.

Pero también quiso darle a ese proceso un toque democrático, de modo que permitió una primaria interna con varios aspirantes (Bartlett, hoy adalid morenista, Roberto Madrazo y Humberto Roque).

Mis amigos y conocidos priistas me aseguraron que los militantes seguirían la línea manifestada desde la presidencia, y votarían mayoritariamente por el precandidato oficial, Labastida.

Así ocurrió, pero don Francisco resultó un pésimo candidato.

Supe después también que las encuestas de la Presidencia daban como ganador a Fox por varios puntos, pero las ocultaron al PRI para que éste no preparara un fraude por su lado, sino que el probable triunfo opositor los tomara por sorpresa.

En efecto, Zedillo no quiso garantizar al tricolor otro éxito forzado, por pragmatismo y para preservar la estabilidad.

El PRI perdió porque las condiciones estaban dadas, y Zedillo no quiso provocar una nueva crisis de fin de sexenio, como las que tuvimos —cada vez más peligrosas— en 1970, ’76, ’82, ’88 y ’94). Y lo logró.

Analista.

@JACrespo1

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