No se trata, como interpretan los obradoristas duros, de que los científicos y académicos son impolutos y de inquebrantable ética (más bien, eso dicen los morenistas de sus líderes). Tampoco de que no se puedan investigar los manejos de fondos en las universidades públicas o el Conacyt, pues seguramente puede haber (y ha habido) abusos, excesos y corruptelas. Se trata, una vez más, de defender tres principios esenciales de la justicia moderna; el debido proceso, la proporcionalidad de la sanción y la presunción de inocencia.
AMLO responde que no es un embate contra los científicos, sino combate a la corrupción donde la haya. Estamos de acuerdo con ese propósito, pero debe cumplir ciertas características, como la debida aplicación de la ley para evitar injusticias, con criterios universales y no para fines políticos. Eso es lo que ha escaseado en este gobierno (y en anteriores, desde luego). Por lo cual el avance ofrecido por AMLO en materia de Estado de Derecho no se ve.
Si hubo algún ilícito en el caso de la “mafia del Conacyt”, cuesta trabajo considerarlo como delincuencia organizada o lavado de dinero. Ejemplo: se gastaron 17 millones en una casa en Coyoacán; ¿alguno de los indiciados la puso a su nombre; o la habita hoy con su familia? No. Si hubo excesos en los gastos y la asignación de recursos que hayan sido ilegales, se sancionen proporcionalmente. Si se desea evitar eso a futuro, se modifique la ley y se reduzcan los fondos para tales fines, como ya se está haciendo. Pero no puede aplicarse la norma retroactivamente.
También se está afectando la presunción de inocencia de los acusados al dar por hechos los delitos, antes de juicio alguno; AMLO da por sentado que toda la comunidad es abusiva, parasitaria, tramposa, hipócrita y probablemente corrupta. Todo indica le tiene algún resentimiento a esa comunidad. De ahí que, más allá de este caso, prevalece la descalificación retórica, las difamaciones (como señalar que las instituciones públicas sirven a los intereses privados), el recorte de fondos, la desaparición de los fideicomisos relacionados con esta actividad (incluso los que no tenían indicios de corrupción), y la reducción de prestaciones básicas.
Pero más grave es que, por ejemplo, en la solicitud al juez de una orden de aprehensión para encerrar a los 31 acusados en Almoloya, se da por hecho su culpabilidad e incluso vínculos con el crimen organizado. Ahí se dice que los indiciados podrían escapar de un centro menos seguro e incluso poner en peligro la seguridad interna, por “las enormes cantidades de dinero y capacidad económica obtenida de forma ilícita”. Es decir, se da por sentado que los susodichos ya son millonarios debido a sus ilícitos. Y se asegura que esos académicos “eventualmente podrían ser auxiliados por miembros de la propia organización criminal que conforman… para una evasión”. Qué cárteles de Sinaloa o de Jalisco Nueva Generación ni qué nada.
Y eso de que “el que nada debe, nada teme”, aplica quizá a países de un alto nivel de desarrollo como los escandinavos, pero difícilmente en países como México, Cuba, Venezuela o Nicaragua. Ahí está Emilio Lozoya, delincuente grave y confeso disfrutando de libertad provisional y la fortuna que le dio Odebrecht, mientras que Rosario Robles, acusada de un delito no grave, está presa hace dos años sin que haya sido juzgada. Y Peña Nieto libre y felíz a raíz del probable Pacto de Impunidad con Amlo. Vaya confiabilidad de la “justicia” en este gobierno. La prisión preventiva se ha convertido en instrumento de intimidación o venganza personal, y contradice otro principio de la justicia moderna; “más vale un culpable libre que un inocente encarcelado”. De ahí que a quienes huyen les ha ido mejor que a los que inocentemente han confiado en la justicia mexicana. Lejos de avanzar, retrocedemos.