Si bien la democracia mexicana ha avanzado significativamente en las tres últimas décadas, logrando un sistema electoral suficientemente equitativo y competitivo, hay un tema esencial de la propia democracia en la que no hemos avanzado prácticamente nada; la rendición de cuentas. Es decir, que haya consecuencias negativas para quien abuse del poder político. Dependiendo de la gravedad del ilícito, podrían ser efectos mediáticos (de imagen, popularidad), administrativas (multas), políticas (la remoción anticipada del cargo) o legales (aplicación de una sanción penal).
En ese objetivo central de la democracia, estamos tan atrasados como en el régimen de partido hegemónico, cuando los presidentes entrantes mandaban aplicar la ley a algunos pocos “peces gordos”, generalmente sus enemigos políticos, para cumplir mínimamente su obligada promesa de combatir la corrupción. Tales eventos respondían más a una venganza política. Y por tanto su efecto para inhibir o desincentivar la corrupción en lo futuro no sirvieron de gran cosa. Así como una regla no escrita de la hegemonía priista era que los presidentes entrantes no tocarían legalmente a los salientes (aunque sí políticamente), la práctica continuó incluso cuando se han registrado alternancias.
López Obrador, como Fox antes que él, hizo del combate a la corrupción y el fin de la impunidad una de sus principales banderas. Pero al mismo tiempo en 2016 ofreció al gobierno en turno (sin mencionar nombres) un pacto de impunidad: “A los integrantes del grupo en el poder que a pesar del gran daño que le han causado al pueblo y a la nación no les guardamos ningún rencor y les aseguramos que tras su posible derrota en 2018 no habrá represalias, persecución o destierro para nadie” (2018; la salida). Y esa oferta la repitió varias veces durante su campaña. Peña Nieto desde luego intentó que su candidato ganara la elección, y confiaba –junto a muchos priistas– que las prácticas aplicadas en el Estado de México en 2016 podrían aplicarse exitosamente en la presidencial. Nada más alejado.
El pleito personal con Ricardo Anaya, quien además amenazó públicamente con llamarlo a cuentas, lo llevó ya más cerca de la elección a aceptar la oferta de AMLO. Y de ahí las numerosas veces que el presidente ha exaltado el espíritu democrático de Peña (a quien le dice presidente) por no obstruir su triunfo. Yo siempre sostuve que aunque hubiera querido frenarlo ya era imposible, pero a Peña le vino bien ese ofrecimiento (de ahí su exilio dorado en España).
La misma receta la ha aplicado con varios gobernadores priistas quienes sacan las manos o de plano rinden la plaza a cambio de impunidad (al menos). Pero además de, por no ser “vengativo”, no llamó a cuentas a ningún expresidente —cosa que sí ha ocurrido en varios en países latinoamericanos—, ha sido muy comprensivo con sus propios colaboradores, aliados, amigos y parientes. Y eso, porque seguramente en muchos de esos casos él ha dado su visto bueno. ¿De verdad no sabía nada de Segalmex? ¿De verdad Ignacio Ovalle actuó por su cuenta, o incluso fue engañado por los colaboradores priístas que invitó?
De ahí surge una pregunta clave para 2024. En caso de ganar el Frente Amplio, ¿celebraría un nuevo pacto de impunidad con AMLO para que éste, si es derrotada su candidata, no impida la entrega del poder? Difícilmente. No veo que por la polarización vigente y la persecución que hay en torno de Xóchitl Gálvez (que recuerda su propio desafuero en 2005 o la andanada de Peña contra Anaya en 2018), pudiera haber tal pacto de impunidad.
Lo cual se traducirá en que AMLO hará todo lo que esté en sus manos, legal o ilegal, para evitar el triunfo opositor. Quedaría expuesto a ser llamado a cuentas de una u otra forma. Lo cual, evidentemente, le resulta intolerable. De ahí que, en caso de que el Frente Amplio realmente sea competitivo, habrá coletazos y jaloneos de todo tipo que pondrían en riesgo no sólo la elección, sino la gobernabilidad.