La reciente declaración de Donald Trump, en la que promete considerar a los cárteles mexicanos como grupos terroristas, ha desatado un nuevo episodio de "indignación" en el gobierno mexicano. Desde Palacio Nacional hasta los pasillos legislativos, se clama ahora por la unidad nacional contra el próximo presidente de nuestro país vecino. Sin embargo, este llamado está teñido de contradicciones y oportunismo político.
No se necesita que Trump señale a los cárteles como terroristas. El propio Código Penal Federal define claramente el terrorismo como actos que buscan infundir miedo en la población o desestabilizar al Estado. No hay duda de que el actuar del crimen organizado en México cumple cabalmente con ambos criterios. Las masacres indiscriminadas, los bloqueos armados, los atentados contra civiles y los ataques a la infraestructura pública son evidencia suficiente. Lo sorprendente no es la bravuconada de Trump, sino que su declaración haya sido más contundente que cualquier pronunciamiento de nuestras propias autoridades sobre el tema.
En el contexto de la fallida estrategia de "abrazos, no balazos", el crimen organizado ha extendido sus redes más allá de la confrontación con el Estado o entre grupos rivales. Hoy, los cárteles también libran una guerra contra la ciudadanía. Las extorsiones, los secuestros y los desplazamientos forzados son el pan de cada día en muchas comunidades. Mientras tanto, el gobierno federal sigue negándose a reconocer la gravedad del problema, prefiriendo narrativas que presentan al crimen organizado como un adversario "contenible" mediante diálogo y concesiones, o apelando a la atención de "las causas" que generan la violencia.
Esta inacción se suma a la postura internacional del gobierno mexicano, evidenciada en la reciente decisión de enviar una representación diplomática a la ceremonia de toma de protesta de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela. Al reconocer en los hechos a su gobierno, se ignoran múltiples informes sobre violaciones a los derechos humanos y el cínico fraude electoral con el que este personaje se reelige. Este acto alinea al país con regímenes autoritarios que desprecian la democracia. Esta cercanía con dictaduras populistas latinoamericanas solo refuerza los argumentos de Trump, quien utiliza estas alianzas para justificar sus propios excesos retóricos y políticos.
Resulta llamativo que los mismos propagandistas del régimen que ahora piden unidad contra Trump y condenan sus declaraciones celebraran, hace no mucho, sus políticas migratorias y comerciales, siguiendo la línea marcada por López Obrador. La relación de México con Estados Unidos ha estado plagada de bipolaridad y errores estratégicos, sacrificando los intereses nacionales en favor de agendas partidistas o ideológicas.
Si México tuviera un gobierno decidido a enfrentar al crimen organizado con firmeza y a fortalecer sus instituciones democráticas, Trump no tendría argumentos para envalentonarse e insinuar una intervención en asuntos de nuestro país. Pero con una política permisiva hacia el narcotráfico, reformas legislativas que violan el T-MEC—como las del Poder Judicial, la reforma eléctrica o la eliminación de órganos autónomos—y una incómoda cercanía con regímenes castrochavistas, el país se presenta como un blanco fácil para estas críticas estridentes.
El verdadero problema no es Trump ni sus bravuconadas. El problema es un gobierno que ha normalizado la violencia, que ha preferido la complacencia al combate a la delincuencia y que, con sus abusos y excesos, legitima los señalamientos hacia nuestro país. Antes de exigir unidad contra las declaraciones de un mandatario extranjero, quizá sea momento de exigir acciones concretas contra el verdadero enemigo: el crimen organizado, que mantiene al país incendiado y que aterroriza a sus ciudadanos.
En cuanto al respeto a la división de poderes, la pluralidad y la democracia, no hay mucho más que decir. Ha quedado claro que la prioridad del grupo político en el poder es perpetuarse en él, sin importar el costo.