Claudia Sheinbaum no dijo nada cuando se anunció que María Corina Machado recibiría el Premio Nobel de la Paz. Guardó silencio entonces y ahora, cuando el galardón se materializa y el mundo vuelve a mirar a Venezuela, refrenda ese mismo mutismo. No fue un error, ni un descuido, ni un gesto diplomático. Fue una decisión política. Cuando un presidente guarda silencio frente a un hecho de esta magnitud, ese silencio deja de ser neutral y se convierte en postura.

María Corina Machado no es una figura decorativa ni una moda internacional. Es la principal opositora a la dictadura venezolana, una mujer perseguida por sus ideas, inhabilitada en sus derechos políticos y obligada a vivir en la clandestinidad por negarse a someterse a un régimen autoritario. El Nobel no se le otorgó por casualidad, sino por su resistencia democrática y por una lucha incansable. Y aun así, desde Palacio Nacional, la respuesta fue un evasivo “sin comentarios… México siempre va a defender la autodeterminación de los pueblos y la no intervención”, la coartada perfecta cuando la realidad incomoda.

Ese mutismo no es nuevo. El abuso de la doctrina Estrada y del principio de no intervención fue el pretexto favorito del obradorismo durante el sexenio pasado para no condenar el terrorismo ni las violaciones a los derechos humanos en el ámbito internacional. En teoría, estos principios son pilares de la política exterior mexicana. En los hechos, han sido invocados de forma perversa para solapar abusos graves cometidos por regímenes tiránicos políticamente afines.

Desde 2018, la política exterior del gobierno mexicano puede resumirse sin rodeos en una sola frase. No condenaremos nunca la violación a los derechos humanos en ningún país del mundo porque no queremos que mañana nos señalen por las violaciones que cometemos nosotros. Es la misma lógica cínica de Echeverría, reciclada y maquillada de progresismo moral.

Conviene decirlo completo. El artículo 89 constitucional sí establece que la política exterior de México debe regirse por la no intervención, la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de las controversias. Pero el mismo artículo manda al presidente a promover los derechos humanos y a condenar su violación en el ámbito internacional. La Constitución no ordena callar. Ordena actuar con responsabilidad ética.

Lo más revelador es el contraste. Gobiernos de izquierda como el de Lula en Brasil o el de Gabriel Boric en Chile denunciaron el cínico fraude electoral con el que Nicolás Maduro se reeligió en 2024. No son mandatarios conservadores ni alineados a la derecha. Entendieron que, independientemente de la geometría política, la democracia no admite trampas. En cambio, Sheinbaum avaló la elección y legitimó al régimen enviando un representante a la toma de protesta de Maduro.

México decidió acompañar esa farsa. Y al hacerlo, se colocó en una lista latinoamericana muy corta y muy vergonzosa. Cuba, Nicaragua y México. Nada más. El club de los gobiernos que prefirieron cerrar los ojos, validar el fraude y sostener a una dictadura por conveniencia política.

Queda claro que lo que incomoda no es el Nobel, sino lo que representa. Una oposición que no se somete. Una sociedad que resiste. Una dictadura que queda exhibida. Y eso es justo lo que Sheinbaum no quiere ver reflejado. Porque el espejo venezolano devuelve una imagen peligrosa. La del poder que se eterniza, la del adversario convertido en enemigo, la del Estado confundido con el partido.

La pregunta entonces deja de ser diplomática y se vuelve incómoda. ¿Qué le debe México a Maduro? ¿Por qué tanto cuidado, tanta condescendencia, tanto silencio? ¿Será que Sheinbaum ve en los populismos autoritarios latinoamericanos un futuro deseable y no una advertencia?

El Nobel a María Corina Machado no obliga a tomar partido ideológico. Obliga a tomar partido moral. Y cuando un gobierno no se atreve ni siquiera a eso, el silencio deja de ser prudencia y se convierte en confesión.

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