En cualquier competencia justa, la cancha debe estar nivelada. Pero cuando uno de los equipos decide inclinarla a su favor, ya no hay partido: hay simulación. Eso es lo que busca el grupo político en el poder con su nueva reforma electoral: no competir, sino asegurar el resultado desde antes del silbatazo inicial. Porque cuando el gobierno redacta las reglas, designa al árbitro y mueve las porterías, la democracia deja de ser un juego limpio.

Desde 1977, México ha vivido una evolución democrática marcada por reformas electorales profundas. Reformas que, con sus claroscuros, compartieron una constante: fueron construidas con la participación de todos los partidos políticos. En los últimos años, además, estas reformas han emanado de propuestas surgidas en el Congreso, impulsadas principalmente por partidos de oposición y con una sociedad civil cada vez más activa. Especialmente a partir de 1994 —cuando se profesionalizó la organización electoral con la autonomía del IFE—, las reglas del juego dejaron de ser patrimonio del gobierno y pasaron a ser asunto de todos: de los partidos, de la ciudadanía.

Así se diseñaron las reformas de 1996, 2007 y 2014: en el Legislativo, con consensos, acuerdos amplios y voces diversas. Nunca desde Los Pinos ni desde Palacio Nacional. El Ejecutivo proponía, a veces presionaba, pero jamás redactaba ni decidía en solitario. Porque la democracia se defiende no solo en las urnas, sino en el método mediante el cual se definen las reglas para llegar a ellas.

Hoy, ese principio está siendo violado de nuevo.

Claudia Sheinbaum ha conformado un comité para redactar una nueva reforma electoral. ¿Los nombres? Pablo Gómez al frente, acompañado por perfiles como Jesús Ramírez Cuevas, José Merino, Lázaro Cárdenas Batel, Rosa Icela Rodríguez, Ernestina Godoy y Arturo Zaldívar. Ninguno con experiencia sólida en derecho electoral. Ninguno con legitimidad técnica. Todos con lealtades políticas incuestionables.

Pero este no es el primer intento de Morena por apropiarse de las reglas. En el sexenio anterior, López Obrador presentó una propuesta de reforma constitucional —también redactada por Pablo Gómez— que buscaba desmantelar al INE y subordinar el sistema electoral a los intereses del gobierno. Ese fue el llamado “Plan A”. No tuvo éxito: fue votado y rechazado en el Congreso. Acto seguido, impusieron el “Plan B”: una serie de modificaciones a leyes secundarias que también afectaban la operación del INE. Ese plan fue invalidado por la Suprema Corte por violaciones graves al proceso legislativo. El régimen quiso torcer la ley… y la ley le dijo que no.

Estos antecedentes son fundamentales. No son hechos aislados: revelan un patrón. El régimen ha buscado, una y otra vez, lo mismo: apoderarse del árbitro. Controlar las reglas. Inclinar la cancha a su favor para manipular el marcador final. Su obsesión es secuestrar al sistema electoral para evitar cualquier posibilidad real de alternancia.

Hoy repiten la jugada, pero con una diferencia: ahora gobiernan con todo. La presidenta electa decide formar un comité redactor sin mandato constitucional, sin representación plural, sin legitimidad democrática. Y para cubrir las apariencias, anuncian que “escucharán a todos”. Pura simulación. Como bien lo dijo el propio Pablo Gómez: el comité ya está trabajando, y luego “ya veremos qué opinan los demás”.

Así no se construyen reglas democráticas. Así se construyen trampas. Así se destruye la confianza ciudadana. Así se instala el autoritarismo.

Porque si la cancha está inclinada desde el principio, lo que se juega no es una elección: es el futuro de nuestra democracia y, lamentablemente, el destino del país.

Diputado federal

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