En política exterior, la forma es fondo. Esto parece no importarle a Claudia Sheinbaum, quien hereda de Andrés Manuel López Obrador una política exterior timorata, incapaz de condenar con firmeza violaciones flagrantes a los derechos humanos y fraudes electorales en el mundo. Venezuela es solo el ejemplo más reciente de esta práctica que daña la credibilidad y la posición histórica de México como defensor de la democracia y los derechos humanos.
Los hechos son claros: Nicolás Maduro se perpetuó en el poder mediante un fraude electoral ampliamente documentado por la oposición venezolana y respaldado por la opinión pública, cuya evidencia ha sido reconocida incluso por mandatarios de izquierda de la región, como Gabriel Boric. Este último no solo ha denunciado el fraude, sino que también ha tomado acciones concretas, como retirar su representación diplomática y condenar públicamente las prácticas autoritarias del régimen venezolano. Sheinbaum, en cambio, decidió validar el fraude de Maduro y enviar un representante a su toma de protesta, argumentando que el respeto a la autodeterminación de los pueblos impide intervenir en los asuntos internos de otros países.
Esta retórica, basada en una interpretación limitada de la doctrina Estrada y el principio de no intervención, no solo es hipócrita, sino que muestra una indiferencia inaceptable hacia la barbarie y el sufrimiento humano. El artículo 89 de la Constitución mexicana obliga al presidente a promover los derechos humanos y condenar su violación en el ámbito internacional. Sin embargo, bajo el mandato de López Obrador y ahora de Sheinbaum, estos principios han sido utilizados como pretexto para justificar una política exterior que, en los hechos, valida la represión y el autoritarismo.
La condenable postura del gobierno de Sheinbaum frente al fraude de Maduro no es un caso aislado; es la continuidad de la visión limitada de su antecesor. La ambigüedad de López Obrador ante eventos internacionales, como los atentados terroristas de Hamas contra civiles en Israel o la invasión rusa a Ucrania, refleja la misma falta de determinación. Esta falsa neutralidad, disfrazada de pacifismo, es percibida por la comunidad internacional como un acto de cobardía. En lugar de posicionarse del lado correcto de la historia, el gobierno de Sheinbaum elige el silencio, afectando severamente la imagen de México y su capacidad de influencia global.
La política exterior de Sheinbaum no es más que una ventana al pasado, a una era en la que México miraba hacia otro lado frente a las violaciones de derechos humanos para evitar críticas internas. Es una política estática, carente de visión y empatía, que contrasta con la de otros gobiernos de la región, que, lejos de solapar el autoritarismo, lo enfrentan con acciones concretas.
México tiene una larga tradición de asilo político y defensa de los derechos humanos. Continuar por el camino obradorista de la indiferencia y la complacencia no solo traiciona esa historia, sino que compromete su futuro en el escenario internacional. Lamentablemente, México seguirá alienado a las dictaduras castrochavistas latinoamericanas y condenado a permanecer en la esquina más oscura del espectro internacional, avalando con su silencio la injusticia y la opresión, y perdiendo liderazgo y protagonismo en el mundo.