El periodo de gobierno de Andrés Manuel López Obrador será recordado como una era de desmantelamiento sin precedentes, marcada por decisiones motivadas por el ego y el hígado del presidente, que dinamitaron instituciones y programas esenciales.
Antes de iniciar formalmente su gobierno, López Obrador canceló, sin criterio técnico alguno y con una falsa "consulta ciudadana", la obra de infraestructura más importante en el país en décadas: el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco.
Luego siguieron las estancias infantiles, los refugios para mujeres víctimas de violencia, las Escuelas de Tiempo Completo, los Comedores Comunitarios, ProMéxico, Prospera; además de las subastas eléctricas y rondas petroleras, el Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestales, el Seguro Popular y el Fondo para Enfermedades Catastróficas.
Además, se extinguieron 109 fideicomisos relacionados con la ciencia, la cultura, el deporte; hasta el Fondo de Desastres Naturales fue abolido. Qué decir de la reversa a la reforma educativa y la desaparición del Instituto para la Evaluación de la Educación.
La obsesión del Presidente con los órganos reguladores lo ha llevado a la captura de la Comisión Reguladora de Energía, de la Comisión Nacional de Hidrocarburos y del Centro Nacional de Control de Energía CENACE.
También ha tripulado con incondicionales órganos constitucionales autónomos como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el INEGI y, parcialmente, al INE; al cual ha asfixiado financieramente cada año.
En su lucha incesante por eliminar todo contrapeso y equilibrio de poderes, ha embestido al Poder Judicial con recortes presupuestales y emprendido una feroz cruzada de desprestigio en contra de la Suprema Corte.
A lo anterior habría que sumarle los programas gubernamentales echados a andar este mismo sexenio y que ya fracasaron, como el INSABI, el Internet para Todos, las Universidades Benito Juárez o el Gas Bienestar; y los que de plano jamás se ejecutaron, como la lamentable idea de López Obrador de relocalizar las dependencias públicas mudándolas al interior del país.
Por si fuera poco, el plan de infraestructura para este sexenio se limita a tres proyectos: el Aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas; obras ejecutadas a sobreprecio y con nula rentabilidad social.
De las ocurrencias con que el presidente está cerrando su sexenio, mejor ni hablemos. Una megafarmacia que ahonda el grave problema de desabasto de medicinas y una aerolínea militar que será subsidiada a perpetuidad con los impuestos de la gente.
Estas acciones no solo retiraron apoyos cruciales para sectores vulnerables de la población, sino que también frenaron el avance y desarrollo económico del país.
La política pública de este gobierno se ha limitado a tratar de revivir infructuosamente a PEMEX aumentando su poder monopólico, a obsequiar transferencias a través de programas sociales deficientemente diseñados y a utilizar los bienes públicos para hacerse propaganda y descalificar a la oposición.
Este gobierno no construye, destruye. Su único objetivo ha sido concentrar el poder y tratar de acallar voces críticas.
El legado de esta administración se perfila como uno de retroceso y desmantelamiento, donde las necesidades de la gente y el avance del país han sido sacrificados en el altar de una visión enana y autoritaria.
Este año, los ciudadanos tendrán la oportunidad de evaluar estas acciones en las urnas y deberán decidir si quieren que continúe esta espiral de destrucción o prefieren rescatar a su país y garantizar que el futuro se construya sobre pilares de desarrollo, inclusión y respeto a la democracia.