El juicio de amparo ha sido, desde su creación, el gran invento jurídico mexicano. Una herramienta que permite a cualquier persona enfrentarse al poder del Estado y exigir que se respeten sus derechos. Un escudo ciudadano que, durante más de un siglo, ha sido motivo de orgullo dentro y fuera del país.

Por eso preocupa tanto que la reciente iniciativa de reformas a la Ley de Amparo introduzca un elemento que puede vaciar de contenido ese escudo: permitir que las autoridades aleguen “imposibilidad material o jurídica” para incumplir las sentencias.

A primera vista, la propuesta parece razonable. ¿Por qué sancionar a un funcionario si realmente no puede cumplir la sentencia, ya sea por situaciones jurídicas o porque las condiciones materiales lo impiden? El problema surge en que la iniciativa no establece qué debe entenderse por imposibilidad material ni por imposibilidad jurídica, dejando esa decisión a criterio de los jueces. Esa indefinición abre un amplio margen de discrecionalidad.

En un país donde el incumplimiento de la ley ha sido la regla más que la excepción, la tentación será grande. Cada autoridad podrá encontrar su “imposibilidad” particular. Desde la falta de presupuesto hasta la ausencia de lineamientos administrativos, pasando por la clásica frase de “no me corresponde”, todo podría convertirse en excusa para no obedecer al juez.

El valor del amparo siempre estuvo en su eficacia. El ciudadano sabía que, si lograba una sentencia favorable, la autoridad estaba obligada a cumplirla. Era la garantía de que enfrentarse al Estado no sería un ejercicio inútil. Si ahora se abre la puerta para que las sentencias se queden en el aire, el amparo pierde su esencia.

No se trata de un detalle técnico. Es el corazón mismo del juicio el que se ve debilitado. ¿De qué sirve que un juez reconozca tu derecho si al final la autoridad puede escudarse en una supuesta imposibilidad? Lo que debería ser un triunfo ciudadano se convierte en un papel más en el archivo.

Pensemos en algunos ejemplos. Un juez ordena reinstalar a un trabajador despedido injustamente; la dependencia responde que no tiene plazas disponibles: “imposibilidad material”. Una comunidad obtiene sentencia para que se restituyan sus tierras; la autoridad dice que el procedimiento administrativo para ejecutar la resolución no está previsto: “imposibilidad jurídica”. Un grupo logra frenar un proyecto que afecta el medio ambiente; la dependencia alega que los contratos firmados hacen imposible suspender la obra. En todos estos casos el derecho reconocido queda sin efecto. La victoria judicial se transforma en derrota práctica.

Lo paradójico es que, en otros aspectos, la iniciativa plantea avances importantes: digitalización, plazos más cortos, mayor claridad en la tramitación. Todo eso moderniza al juicio. Pero de nada sirve que el proceso sea más rápido o más moderno si al final la sentencia no se cumple. Es como afinar un instrumento cuya cuerda principal está rota.

El amparo nació para equilibrar la balanza entre la persona y el Estado. Su legitimidad descansa en que sus resoluciones son obligatorias. Si debilitamos ese principio, el mensaje es devastador. El ciudadano queda otra vez en la indefensión, pero ahora con la apariencia de que la justicia lo amparó.

No podemos permitir que el juicio de amparo se convierta en un recurso simbólico, un ritual que reconoce derechos pero no los garantiza. El Estado de derecho se mide, sobre todo, en la eficacia de sus sentencias. Y en México no podemos darnos el lujo de retroceder en la única herramienta que nos ha permitido, una y otra vez, poner límites al poder.

Abogado penalista. X: @JorgeNaderK

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