En México, la palabra “seguridad” ha sido secuestrada por discursos que, a fuerza de repetirse, han perdido contenido y credibilidad. Cada sexenio anuncia una “nueva estrategia”, siempre “integral” y “basada en las causas”, pero casi nunca con resultados verificables para la ciudadanía que, a diario, vive con miedo.

El Plan Nacional de Desarrollo 2025–2030 (PND), recientemente publicado, insiste en que no habrá un retorno a la “guerra contra el narcotráfico” y que la paz se construirá desde la justicia. En principio, nadie podría estar en desacuerdo. ¿Quién querría seguridad sin derechos? ¿Quién aplaudiría la represión o el uso desmedido de la fuerza pública? Sin embargo, detrás de esta narrativa —seductora en lo discursivo pero frágil en su diseño operativo— se esconde una omisión peligrosa: no se puede hablar de justicia sin enfrentar de manera decidida, directa y profesional al crimen organizado que hoy controla vastas regiones del país.

Según el propio PND, más del 60 % de la población considera la inseguridad el principal problema nacional, y más del 61 % se siente insegura en su ciudad. La paradoja es evidente. Se nos habla de justicia social, pero no podemos caminar por nuestras calles. Se promete respeto a los derechos humanos, mientras en muchas comunidades los únicos “derechos” vigentes son los que dictan los jefes de plaza. Y se reitera el compromiso con la no violencia institucional, sin reconocer que el vacío del Estado ha sido llenado por grupos armados que extorsionan y ejecutan.

Convertir la seguridad en un valor democrático exige mucho más que eslóganes. ¿Dónde están las inversiones reales en las policías de investigación? ¿Dónde la reforma profunda al Ministerio Público, que sigue sin poder realizar bien su trabajo por falta de insumos y capacitación? ¿Qué resultados concretos pueden esperarse de investigaciones conducidas por la Secretaría de Seguridad Ciudadana si no existe una articulación eficaz con el órgano constitucional autónomo encargado de perseguir delitos?

El discurso de paz no puede servir de excusa para la inacción. La Guardia Nacional, con más de 130 mil elementos, goza de alta aprobación ciudadana. Pero su eficacia depende de toda una cadena institucional: fiscales que integren investigaciones sólidas, jueces autónomos, políticas públicas que reconstruyan el tejido social y acciones directas contra quienes detentan el poder armado en el territorio.

México necesita un modelo de seguridad que respete los derechos humanos sin caer en la debilidad institucional. La justicia sin seguridad pierde eficacia real; la seguridad sin justicia erosiona las libertades. El verdadero desafío está en construir un Estado que sea fuerte frente al crimen y justo con su gente. De lo contrario, continuaremos atrapados en una espiral de discursos bienintencionados pero incapaces de revertir la violencia cotidiana.

Hoy más que nunca se requiere valentía: para enfrentar al crimen, sí, pero también para admitir que no todo lo que suena bien funciona bien. Las víctimas no pueden esperar. Las familias que han perdido a alguien no necesitan metáforas. Necesitan un Estado que actúe, que les proteja y les dé justicia. Eso exige hacer de la seguridad una verdadera razón de Estado.

Abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

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