El G7 no es sólo una cumbre de potencias. Es el foro donde se mide la estatura política de quienes buscan liderar en un mundo convulso y fragmentado. En ese escenario debuta Claudia Sheinbaum, y lo hace con una preocupación que trasciende la política exterior: una iniciativa en Estados Unidos pretende imponer un impuesto a las remesas enviadas por migrantes mexicanos.
Ese riesgo no es simbólico. Se trata de una amenaza contra millones de connacionales que, desde el extranjero, sostienen la economía de cientos de comunidades en el país. Convertir las remesas en objeto de castigo fiscal sería criminalizar el trabajo honesto de quienes han asumido el costo de migrar y el esfuerzo de mantenerse conectados con su tierra y con sus familias, pese a la distancia y las adversidades.
La medida es jurídicamente cuestionable y éticamente injusta. Rompe con el principio de igualdad, introduce un sesgo discriminatorio y transmite el mensaje profundamente hostil de que enviar dinero a casa es una conducta reprochable. En vez de valorar el esfuerzo migrante, lo transforma en blanco de sanción, y vulnera principios de igualdad y libre circulación de capitales reconocidos en tratados internacionales.
México no puede mirar hacia otro lado. Más de doce millones de personas dependen de esos recursos. Las remesas representan ingresos más constantes que muchos programas sociales y más eficaces que buena parte de las políticas de desarrollo. Obstaculizar su flujo dañaría a quienes las envían, a quienes las reciben y al tejido social que ambos sostienen con enorme sacrificio, compromiso familiar y profunda lealtad comunitaria.
El momento exige una respuesta clara y estratégica. La presidenta Sheinbaum tiene en sus manos la oportunidad de convertir una amenaza en causa común. Además de participar en las sesiones plenarias del G7, podría aprovechar para reunirse con sus contrapartes de Estados Unidos y Canadá para que se introduzca este tema en el marco del T-MEC al nivel de prioridad regional vinculada a derechos humanos, integración productiva y estabilidad económica.
Ese gesto no sería menor. Trasladar la discusión a un espacio institucional donde México cuenta con voz y herramientas jurídicas permitiría desplazar el debate del Congreso estadounidense a una mesa multilateral más equilibrada. También reforzaría la legitimidad de Sheinbaum ante los líderes del G7, mostrando que su política exterior no se basa en discursos cómodos, sino en la defensa activa, sostenida y coherente de los connacionales que hoy exigen representación real.
Cada debut internacional es una carta de presentación. Lo que diga y haga la Presidenta revelará las verdaderas prioridades de su administración. Este momento ofrece la posibilidad de ejercer un liderazgo que no rehúye el conflicto, sino que lo enfrenta con visión, convicción política, sensibilidad diplomática y sentido humano. México necesita una Presidenta que no se limite a asistir —ojalá no deje de hacerlo—, sino que actúe. Que no tema incomodar cuando se trata de proteger derechos fundamentales. Que haga valer la dignidad, la ley y el interés nacional. El respeto a los migrantes comienza allí donde se toman decisiones que los afectan. Y hoy, el G7 es precisamente uno de esos lugares.
Abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com