Hace décadas, ser maestro era sinónimo de respeto y compromiso cívico. Hoy, la pregunta es otra y más preocupante: ¿quién quiere serlo? Cada vez menos jóvenes aspiran a formarse como docentes, y las razones están a la vista. ¿Quién optaría por una profesión con salarios insuficientes, sin seguridad social plena, sometida a maraña burocrática y atrapada en sindicatos que castigan el mérito? ¿Quién elegiría educar en aulas deterioradas, sin materiales adecuados, en comunidades olvidadas, mientras cumple con reportes inútiles y evaluaciones irrelevantes?
La docencia, lejos de consolidarse como carrera profesional, se ha convertido en vocación de sacrificio. Miles de maestras y maestros, con admirable entrega, sostienen el sistema con esfuerzo personal y resiliencia. Enseñan en condiciones indignas, enfrentan desafíos estructurales todos los días y, sin embargo, cumplen con sus alumnos. Pero ese heroísmo no puede seguir siendo la base de nuestra política educativa; no es aceptable que el sacrificio sea condición para educar.
Cada 15 de mayo se repite el ritual: discursos, reconocimientos, homenajes. Se dice que los maestros son “pilares del desarrollo nacional”. Pero al día siguiente, todo vuelve al abandono. A lo anterior se suma una desconexión estructural entre quienes diseñan las políticas educativas y quienes enfrentan, día a día, la realidad del aula. Cada sexenio trae reformas dictadas desde escritorios distantes del entorno escolar y a los docentes se les exige implementar medidas carentes de consensos y, en muchos casos, de sustento pedagógico. El resultado es una educación burocratizada y una enseñanza debilitada. Este desdén institucional hacia la docencia también erosiona el tejido social. Cuando la formación de ciudadanos críticos deja de ser una prioridad, ese vacío lo llenan la desinformación, la violencia y la desesperanza.
Pero esta situación puede revertirse. Algunos países, como Finlandia, han transformado radicalmente el estatus de la profesión docente: formación rigurosa, autonomía profesional, menos burocracia, salarios dignos y prestaciones suficientes para un auténtico esquema de vida digna. Y no lo hicieron por idealismo, sino porque comprendieron la verdad elemental de que, sin maestros bien formados y valorados, no hay futuro viable.
Lo que falta no son palabras, sino voluntad política sostenida que traduzca el reconocimiento simbólico en condiciones materiales y profesionales dignas. Así, la docencia volverá a ser un proyecto de vida atractivo al que muchos llegarán por vocación y no por descarte a falta de otras opciones.
México necesita construir un modelo renovado de “profesor profesional” basado en el ingreso por mérito, formación académica rigurosa, actualización continua y prestaciones de veras dignas. Ser maestro debe recuperar su lugar como orgullo social y convertirse en una aspiración legítima para las nuevas generaciones, pues la dignidad del magisterio es una condición indispensable para el desarrollo de las personas.
¿Quién quiere ser maestro en México? Hoy, muy pocos. Pero si el país asume con seriedad su compromiso con la educación, la respuesta puede cambiar. Sólo entonces, el Día del Maestro dejará de ser una ceremonia vacía para convertirse en una celebración genuina.
Abogado penalista
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