Lo ocurrido esta semana con la votación que evitó el desafuero de Cuauhtémoc Blanco, revela una de las paradojas más agudas del sistema de justicia penal mexicano: en lugar de servir a las víctimas, el diseño actual de la prisión preventiva oficiosa termina beneficiando a los acusados con poder político. La protección que recibió Blanco, acusado por tentativa de violación, no obedeció a una convicción jurídica sobre su inocencia, sino a una realidad mucho más incómoda: si perdía el fuero, iría a prisión de manera automática.

Esa sola circunstancia —la cárcel como consecuencia inmediata del desafuero— obligó a su partido a respaldarlo, incluso a costa de fracturas internas y de contradecir sus principios básicos de género. No fue una defensa de fondo, ni mucho menos un respaldo a su comportamiento: fue, simplemente, una maniobra política para evitar los efectos legales de un sistema que castiga antes de juzgar. Y es que de acuerdo con nuestra Constitución, la violación -aún en caso de tentativa- es uno de los delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa. Esto significa que, de habérsele retirado el fuero, la cárcel habría sido automática, sin pasar por el tamiz del debido proceso.

Y ahí está el verdadero problema. Este no es un simple caso de “hombres contra mujeres”, como algunas narrativas han querido posicionarlo. Es algo más profundo. Es una manifestación clara de cómo una medida supuestamente diseñada para proteger a las víctimas y a la sociedad, en realidad termina debilitando la justicia y beneficiando a quienes más poder tienen para negociar con ella.

La prisión preventiva oficiosa cancela la posibilidad de que un juez valore los hechos, los contextos y las personas. Reemplaza el criterio judicial por la inercia legal, y obliga a los actores políticos a proteger a sus figuras no por lealtad, sino por temor a las consecuencias de una norma mal pensada a punto de ser aplicada a uno de los suyos. De ahí la paradoja: el fuero, que debería desaparecer frente a acusaciones graves, se mantiene porque su remoción activa un castigo anticipado. Así, el poder se protege, pero no desde el derecho, sino contra él.

Si el sistema permitiera que los imputados aún por delitos graves enfrentaran el proceso en libertad, bajo medidas de control judicial como la entrega del pasaporte, la firma periódica o la localización electrónica, la discusión sobre el desafuero de Blanco habría sido distinta. No habría implicado su encarcelamiento inmediato, y su partido podría haberse desentendido sin incurrir en complicidades políticas. La presunta víctima, por su parte, habría tenido la certeza de que su denuncia no quedaría congelada por el cálculo electoral.

¿Cuándo entenderemos que la prisión preventiva oficiosa no sirve? No protege mejor. Solo obstaculiza los procesos. Mientras el sistema siga tratando la prisión como respuesta automática y no como medida excepcional, la justicia seguirá aplazada, y las víctimas seguirán esperando. La justicia no puede depender de una ley mal diseñada. El Estado no puede seguir posponiendo lo que debe enfrentar con coraje: reformar un sistema que hoy, lejos de ser garantía, es obstáculo. Porque si la cárcel se impone en automático, lo que se castiga no es el delito, sino el proceso mismo.

Jorge Nader Kuri, abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

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