Hay cifras que deberían Dolernos más allá de escandalizarnos. Una de ellas es esta: entre 2021 y 2023, las causas penales iniciadas contra adolescentes en México crecieron más de 40%. No se trata de una estadística menor. En 2023 se registraron 32,852 carpetas de investigación contra personas de entre 12 y 18 años, lo que representa un incremento del 42.2% respecto a 2021, según datos oficiales del Censo Nacional de Procuración de Justicia Estatal desarrollado por el INEGI. Los datos, más que duros, son un grito de alerta.

Lo más fácil sería asumir que los jóvenes están fuera de control. Que son más violentos, más irrespetuosos, más proclives a delinquir. Y, por tanto, que lo que toca es ser más duros con ellos. Reformar leyes, endurecer penas, abrir más Centros de Internamiento. Lo estamos haciendo. En muchos estados, el debate gira en torno a si debemos tratar como adultos a los adolescentes, como si esa fuera una solución mágica que los hará madurar por decreto.

Pero ese camino, el del castigo como única respuesta, ya lo hemos recorrido antes. Y ha fracasado.

No podemos ignorar que el aumento en las cifras no necesariamente refleja un incremento real en la violencia juvenil, sino una tendencia institucional a judicializar lo que debería atenderse con medidas preventivas, educativas y comunitarias. Cada vez que un joven en situación de abandono, consumo, o deserción escolar termina en una agencia del Ministerio Público, es porque antes —mucho antes— el Estado no estuvo donde debía estar.

Un ejemplo reciente lo ilustra con crudeza. Hace unas semanas, un adolescente de 14 años fue vinculado a proceso por el secuestro y asesinato de una menor de edad en un plantel escolar de Tltepec, Estado de México. El caso acaparó titulares, debates, condenas públicas. ¿Debe ser juzgado como adulto? ¿Debe recibir pena máxima? Pero casi nadie preguntó qué falló antes. ¿Dónde estaban las instituciones que debieron contener, acompañar, intervenir? Todo el saparato reaccionó cuando ya era demasiado tarde. Como casi siempre.

Hay otro dato revelador. De acuerdo con la Estadística de Procuración de Justicia en Ámbitos Locales, también del INEGI, el 58% de las víctimas en estos casos fueron mujeres. Y muchas de las agresoras también. ¿Qué nos dice eso? Que el sistema tampoco está entendiendo ni atendiendo las formas particulares de violencia que atraviesan a las adolescentes. Que nuestro marco jurídico sigue desfasado de la realidad que viven miles de jóvenes, sobre todo en contextos de exclusión, vabuso y violencia de género.

Es claro que urge replantear desde la raíz nuestro enfoque. No basta con reformar códigos para endurecer castigos. Hay que invertir en programas de salud mental escolar, en redes comunitarias de apoyo, en justicia restaurativa de verdad. Necesitamos una justicia juvenil que no se limite a sancionar, sino que escuche, acompañe y reconstruya.

La política criminal hacia adolescentes debería ser un espejo de nuestra humanidad. Si optamos por tratarlos como adultos peligrosos, sin considerar su historia, sin ofrecerles alternativas, entonces no estamos haciendo justicia. Estamos renunciando a ella.

Sin lugar a dudas, la forma en que tratamos a nuestros adolescentes dice mucho más de nosotros que de ellos.

Jorge Nader Kuri, abogado penalista. X: @JorgeNaderK

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