La Suprema Corte de Justicia tenía todo listo para pronunciarse sobre la prisión preventiva oficiosa. Se trataba de cumplir una sentencia internacional, corregir un exceso del sistema penal mexicano y mandar un mensaje de compromiso con los derechos humanos y con la Constitución. Pero no lo hará.
Una vez más, se aplazará la discusión. Y esta vez con un objetivo evidente: que ya no sea esta Corte, plural y autónoma, la que resuelva, sino otra, mayoritariamente alineada con el régimen. Aunque el diferimiento se justificará con pretextos administrativos —ya no dio tiempo—, el mensaje no puede ser más claro. Los ministros que se van no quieren que esta integración resuelva. Prefieren que lo haga la próxima, con mayoría afín a quienes desde hace meses ha defendido la prisión automática para un gran número de delitos.
La Corte se rendirá antes de pelear; estaba a punto de corregir una de las prácticas más regresivas del sistema penal y lo iba a hacer con argumentos, con jurisprudencia y con autoridad moral. Pero se lo impidieron. Otra vez: ya lo vimos con el rediseño del Poder Judicial. Pero ahora ni siquiera hay una excusa técnica. Será una decisión política, sin disimulo, sin pudor.
Es comprensible que un gobierno quiera jueces que comprendan sus prioridades. Lo que no se vale es manipular los tiempos para evitar una resolución incómoda. La prisión preventiva oficiosa no solo viola la presunción de inocencia; también ha provocado que miles de personas pasen años en la cárcel sin sentencia, sin juicio y sin defensa efectiva. Su uso ha crecido justo cuando el Estado ha mostrado menor capacidad para investigar y probar delitos.
Mientras tanto, miles de personas seguirán en prisión sin juicio, víctimas de una medida automática severamente cuestionada. Este era el momento para corregir el rumbo, para demostrar que los derechos no se subordinan a coyunturas políticas. Pero se dejará pasar. Se optará por congelar el caso hasta que lleguen ministros menos incómodos, sin que exista certeza de que actuarán con independencia y, sobre todo, con valor. La duda está sembrada, y eso, sin lugar a dudas, debería preocuparnos.
El problema no es sólo lo que se dejará de hacer. Es el precedente que se quedará para el futuro. Si una sentencia puede aplazarse a conveniencia, también podrán posponerse otras decisiones, otras libertades, otras garantías. Anularse de facto la autoridad del Tribunal Constitucional, no en perjuicio del arbitrario, sino de la gente. Ese es el verdadero riesgo.
Los derechos humanos no pueden quedar sujetos a los cálculos del poder. Hay principios que no admiten espera, y obligaciones que no deben subordinarse. La prisión automática ha llenado cárceles de inocentes, ha debilitado el sistema penal y ha normalizado el abuso. No hay una sola razón válida para mantenerla como está, y mucho menos para seguir aplazando su derogación.
La Corte que se va tuvo la oportunidad de hacer historia. La que llega, todo indica, preferirá que todo siga igual. Y así, la prisión preventiva automática -cada vez en mayor número de delitos- seguirá ahí, como símbolo oprobioso de un sistema más empeñado en castigar de antemano que en hacer justicia.
Lo confirmaremos en agosto. Aunque, honestamente… ¡cómo quisiera estar equivocado!
Abogado penalista. X: @JorgeNaderK