La reciente masacre en un bar de Querétaro, atribuida a la pugna entre cárteles, no es sólo otro episodio trágico en el interminable relato de violencia en nuestro país. Es un reflejo alarmante de un problema mucho más profundo y complejo: la ausencia de una voluntad firme y de una respuesta efectiva para contrarrestar el creciente dominio de la criminalidad sobre la vida cotidiana de los mexicanos.

Este hecho, que en otros tiempos habría sido impensable en Querétaro, un estado considerado seguro, es una señal inequívoca de cómo el crimen organizado ha penetrado y alterado las dinámicas de seguridad y de convivencia en zonas hasta hace poco intocadas. La violencia se ha convertido en una estrategia de poder, en un mensaje de dominio y control que parece querer demostrar una verdad inquietante: las instituciones de seguridad no logran contenerla ni protegernos de su presencia. Nos encontramos ante una impunidad tan arraigada, que no sólo se permite el crimen, sino que se convierte en la razón por la cual estos grupos continúan creciendo y fortaleciendo su influencia en diversas esferas sociales y políticas.

Para muchos mexicanos, la inseguridad dejó de ser una preocupación abstracta y se convirtió en una realidad latente que afecta decisiones diarias, desde los lugares que se frecuentan hasta la manera de vivir y convivir en comunidad; en un mensaje claro de que la violencia es, en muchas regiones del país, una herramienta de poder e intimidación y una muestra de quién tiene realmente el control territorial -y en muchos casos el económico- en el país.

Esta situación debería obligar a una introspección profunda sobre las estrategias de seguridad que hemos adoptado y su evidente fracaso. Si bien en los últimos años se ha apostado por una política de pacificación, ésta no ha sido efectiva para contener ni desactivar la magnitud de la violencia que hoy tenemos. La paz no es una consigna ni un acto de voluntad, sino el producto de un entramado de políticas públicas serias y bien coordinadas en las que la prevención, la intervención directa y la reforma institucional sean prioritarias. Pero, sobre todo, es fundamental una justicia confiable que no sólo actúe como represora sino como restauradora del orden y garante de la legalidad. Lograrlo exige cambios profundos en la selección, capacitación y actuación de quienes integran el sistema judicial, además de una voluntad política que respalde el esfuerzo con resultados tangibles.

El caso de Querétaro no es sólo un incidente más. Es un llamado urgente al gobierno para repensar sus estrategias en la prevención, enfrentamiento y persecución de los delitos y lograr cambios reales, profundos y duraderos. No podemos permitir que el crimen dicte las reglas de convivencia en nuestras comunidades ni que la violencia sea el lenguaje predominante en lugar del imperio de la ley y del orden público. Nos corresponde a todos –ciudadanos, instituciones y actores políticos– tomar conciencia de esta realidad y asumir la responsabilidad de construir un México en el que el respeto a la vida, la justicia y la paz no sean privilegios sino derechos tangibles que nos garanticen las libertades y el desarrollo de nuestra personalidad en un ambiente libre de violencia.

Abogado penalista

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