Seis personas muertas. Un vehículo acribillado. Una explicación burocrática: “confusión”. En Tamaulipas, el Ejército volvió a disparar antes de preguntar, y la versión oficial vuelve a pedir paciencia. Pero la paciencia no revive a nadie. Un “error” no se mide por el calibre del arma, sino por el tamaño de la tragedia que deja atrás.

El ataque ocurrió el 6 de octubre en Río Bravo, Tamaulipas. Los militares abrieron fuego contra una camioneta civil, creyendo que transportaba a delincuentes. No había armas, ni drogas, ni persecución previa. Solo miedo, ruido y confusión. Seis civiles murieron en el acto, al parecer campesinos. Las autoridades reconocieron la equivocación y prometieron, como siempre, una investigación. No es la primera vez. En los últimos diez, veinte, treinta años, decenas de casos similares han terminado con la misma fórmula de indignación, promesas de justicia, olvido y, lo más grave, repetición.

Cada tragedia de este tipo no es un hecho aislado; es la consecuencia directa de un modelo de seguridad que ha militarizado, ya no solo la seguridad ciudadana, sino la vida cotidiana. Desde hace más de tres décadas, el Estado ha venido delegando a las Fuerzas Armadas funciones que deberían estar en manos de policías y autoridades civiles. Patrullan calles, instalan retenes, ejecutan cateos, custodian aduanas y hasta construyen infraestructura. En los hechos, se han transformado en la policía de un país que renunció a consolidar instituciones civiles sólidas, profesionales y con controles democráticos en materia de seguridad.

La Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza y todos los programas sobre seguridad ciudadana establecen que cualquier agente estatal debe actuar con racionalidad, proporcionalidad y bajo control civil. Pero en los hechos, la frontera entre lo legal y lo letal se ha difuminado. Cuando un militar mata a un civil, las investigaciones suelen quedarse atrapadas en la Fiscalía General, o acabar por sancionar, muchos años después, a un puñado de soldados que obedecían órdenes. Es fundamental, y otra vez obvio, que el país entienda que no se trata de sancionar a un soldado, o a diez, o a cien, sino de construir de una vez por todas un modelo de seguridad pública en manos de autoridades civiles que nos haga sentir orgullosos de nuestras policías.

No podemos ignorar que la militarización de la vida cotidiana, pese a algunas bondades, porque las fuerzas armadas como tales siguen siendo respetables, ha creado una cultura de obediencia sin control, de poder sin límites y muchas veces de miedo a quienes deberíamos confiar nuestras vidas. Lo más grave no es que el Ejército se equivoque, sino que el poder civil lo tolere como parte del costo de la seguridad. Esa tolerancia es, en realidad, una forma de complicidad institucional. Cada vez que un “error” queda impune, o se diluye en responsabilidades menores, se debilita la confianza pública, se afecta la rendición de cuentas y se reafirma el mensaje de que la militarización está por encima de la ley.

Las armas del Estado no son neutras. Detrás de cada disparo hay una decisión política, una omisión legislativa y un silencio judicial. Si de verdad queremos evitar más tragedias, no basta con castigar a unos cuantos soldados. Hay que devolver la seguridad pública a manos civiles profesionales y establecer controles que impidan que la impunidad siga siendo parte del uniforme.

La justicia no consiste en castigar errores, sino en impedir que se repitan. Y en México, ya son demasiados los muertos del poder sin control.

Abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios