El pasado fin de semana, Donald Trump publicó en X una frase que ha encendido un debate jurídico y político en Estados Unidos -pero que también lleva a pensar en otros contextos: “El que salva a su país no viola la ley”. Atribuida a Napoleón Bonaparte, la afirmación parece justificar la transgresión de normas en aras de un supuesto bien superior. Pero, ¿realmente puede salvarse un país pisoteando la legalidad; la democracia?
Para responder a esta pregunta, recordemos un episodio que marcó la historia de los Estados Unidos. En 1974, Richard Nixon se convirtió en el primer presidente en renunciar a su cargo tras el escándalo de Watergate. El país enfrentaba una crisis de confianza en sus instituciones, y hubo quienes argumentaron que la estabilidad nacional justificaba que Nixon se mantuviera en el poder. Sin embargo, la fuerza del estado de derecho prevaleció: el Congreso, la Corte Suprema y la prensa libre actuaron dentro de los cauces legales para garantizar que ningún líder estuviera por encima de la ley. Su sucesor, Gerald Ford, optó por concederle un indulto para evitar una crisis mayor, pero el mensaje fue claro: en una democracia, la legalidad no puede ser sacrificada bajo la excusa del bien común.
La historia ha demostrado que quienes realmente salvan a sus países no son aquellos que se colocan por encima de las normas, sino quienes trabajan dentro del marco legal para reformarlo desde dentro. Pensemos en Nelson Mandela, quien, incluso en prisión, respetó las reglas del juego para desmontar el apartheid desde una perspectiva legal y pacífica. O en Lech Walesa, quien lideró la lucha sindical en Polonia sin recurrir a la ilegalidad, sino impulsando cambios dentro de las instituciones. O en, fin, en Pepe Mujica, quien, tras haber sido guerrillero, comprendió que la verdadera transformación del Uruguay sólo podía darse a través del respeto a la legalidad y las instituciones democráticas.
En contraste, los líderes que han abrazado la idea de que pueden salvar a sus naciones desde la ilegalidad han dejado tras de sí ruinas y caos. Hitler, en su ascenso al poder, violó repetidamente las normas bajo el pretexto de fortalecer Alemania. En tiempos modernos, Vladimir Putin ha utilizado un discurso de salvación nacional para justificar invasiones, represión y la manipulación de las instituciones en favor de su permanencia en el poder. En América Latina, dictadores como Fidel Castro, Daniel Ortega o Nicolás Maduro, por ejemplo, utilizaron la misma lógica para justificar medidas arbitrarias que terminaron por demoler las democracias que juraban proteger.
El peligro de la frase de Trump radica en que normaliza la impunidad. Si aceptamos que alguien puede violar la ley para “salvar” a su país, ¿quién define qué es salvar? ¿No es este el camino hacia el autoritarismo? La grandeza de una nación no reside en la fuerza de una sola persona que decide qué normas seguir y cuáles no, sino en el compromiso colectivo de sus ciudadanos por hacer que las leyes sean respetadas.
Donald Trump y quienes piensan con él se equivocan. No se salva a un país desde la ilegalidad; se lo condena a la incertidumbre. Y la historia no ha perdonado nunca a quienes destruyen el orden legal con la excusa de ser sus salvadores.
Abogado penalista
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