Lo que se sabe hasta el día de hoy en el triste caso de Ana María, expuesto por el Ministerio Público en su teoría del caso, es que Allan “N”, su expareja, la asesinó violentamente cuando se encontraba sola en su casa y luego quiso simular un suicidio. Se trató de un feminicidio premeditado que le salió mal al probable asesino pues dejó un sinfín de evidencias que llevaron a su pronta identificación, detención y sometimiento a la justicia. Entre los elementos inculpatorios, se incluyeron varios mensajes de texto enviados por Ana María en las horas previas, donde comunicaba su temor a ser asesinada por Allan “N”, lo que al final, desgraciadamente, así fue. Lo que sigue ahora es un largo proceso penal en el que el Ministerio Público deberá demostrar la culpabilidad más allá de toda duda razonable, mientras que el inculpado intentará salir de prisión o recibir una condena reducida. Para los deudos de Ana María, al drama de la pérdida, se suma ahora el drama del proceso judicial.

¿Es el lamentable caso de Ana María un feminicidio más? ¿Su asesino es otro vulgar macho celoso que actuó con premeditación y violencia, como tantos otros? Creo que no, y por eso el caso de Ana María tiene dimensiones nacionales e incluso internacionales. El probable asesino no era un marginado de la cultura de la legalidad o de la sociedad, cuya formación lo hubiese llevado a entender que el asesinato era la única forma de solucionar sus problemas sentimentales. No era, parafraseando al penalista alemán Hans Welzel, un “delincuente nato”, de esos que nacen, crecen y viven en un entorno criminógeno en el que delinquir sea lo “normal”. No. Allan “N” era un estudiante destacado de una escuela privada. Lo habían becado por tener el mejor promedio de su generación. Llevaba una vida social común y corriente entre jóvenes de su edad. Había amor y amistad a su rededor. No tenía mayores carencias económicas. Era, pues, una persona de la que uno pensaría que jamás se atrevería a matar. Y, sin embargo, no sólo lo hizo, sino que actuó con agravantes.

Aquí no se trata, pues, de un pedestre feminicida más, sino de un asesino producido en un ambiente de descomposición social generalizada donde campea la idea de impunidad; de que se puede ser violento y delinquir sin consecuencias, sólo porque sí. De ese ambiente tan nuestro en México, del que se ha apropiado la juventud, que se alimenta todos los días con ejemplos bien documentados que cono cemos todos, y que a veces cede frente a casos de escándalo o cuando surge un video o si el suceso se hace viral.

Este caso no debe de acabar en una simple narración trágica y un sombrío reflejo de nuestra sociedad. Debe ser un llamado a la acción para cada uno de nosotros. Debemos exigir un cambio profundo en nuestra cultura y educación, especialmente sobre igualdad de género y manejo de emociones, así como reclamar leyes más eficientes y su aplicación rigurosa para garantizar que los delincuentes sean llevados ante la justicia y que las víctimas reciban la protección y el apoyo necesarios. El legado de Ana María —y de muchas otras víctimas— debe impulsarnos a ser agentes de cambio social. No podemos permitir que sus muertes sean en vano.

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