La muerte de un papa siempre sacude algo más que las estructuras de la Iglesia. Con Francisco, la conmoción no será únicamente religiosa. Será histórica, cultural y política, porque no estamos tan solo ante la partida del pontífice número 266, sino frente al silencio repentino de una de las pocas voces con autoridad moral universal en un tiempo donde el cinismo parece haber adquirido carta de naturalización y donde la ética se ve como un estorbo frente al pragmatismo del poder.
Francisco fue una anomalía providencial. En un mundo adormecido por la inmediatez, logró hablar de pobreza sin caer en la demagogia, de poder sin arrogancia y de compasión sin paternalismo. Puso en jaque a la curia vaticana. Expuso las hipocresías de la propia Iglesia y se acercó a los límites con una sencillez que no era táctica ni retórica, sino convicción nacida del contacto directo con el dolor y la esperanza de los pueblos. Su pontificado no fue continuidad litúrgica, sino una disrupción pastoral que incomodó tanto a los guardianes del dogma como a los instalados en la comodidad del hábito.
En América, su palabra resonó con otro eco, no sólo por su origen argentino, sino porque encarnó un cristianismo de a pie y no de trono. Conocía el hambre, la corrupción, la violencia criminal y la fe que resiste en medio de las dudas. Pudo hablarle al migrante y al banquero con la misma firmeza, sin renunciar a la verdad que el Evangelio impone. Sin lugar a dudas, su visita a México —en la que advirtió que “la corrupción es el pan de cada día”— no fue un acto profético, sino el reconocimiento llano de una realidad incontestable.
Más allá de la fe, su partida nos obliga a mirar el vacío moral en el que estamos parados. ¿Quién, hoy, tiene la legitimidad y la voz global para pronunciarse contra la guerra, la desigualdad o la crisis migratoria, sin ser acusado de tener una agenda ideológica? ¿Qué figuras quedan cuya palabra no esté basada en el cálculo o subordinada a los intereses? ¿Quién es capaz de hablarle al poder sin ansiarlo?
Bergoglio, desde luego, no fue perfecto, como todo ser humano. A veces guardó silencio donde se esperaban palabras y confió cuando no debía. Pero incluso sus cautelas resultaron más elocuentes que los discursos estridentes de otros. Su liderazgo no consistió en creerse infalible, sino en abrir senderos de diálogo ecuménico y reconciliación. Su sola presencia evidenciaba la incoherencia incómoda de quienes han hecho del poder un fin y no un medio.
Ahora vendrá el cónclave. Los humos. Las apuestas. No obstante, en una época en que la política ha abdicado de su vocación ética, en que la democracia y el Estado de derecho se ven acorraladas por los populismos de izquierdas y de derechas, y en que las instituciones están en crisis, la muerte de Francisco es un recordatorio de que el poder más transformador no es el que se impone, sino el que nos convoca a ser mejores personas. Él nos dijo, al terminar su visita en febrero de 2016, que México siempre estará en su corazón. En el nuestro, estará él.
Cuando muere un papa, se apaga una figura. Pero cuando muere un líder moral con vocación de servidor y no de rey, se extingue algo más profundo: una conciencia del mundo. Y esa pérdida no debería dejarnos indiferentes.
Abogado penalista
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