La extorsión se ha convertido en uno de los delitos de mayor crecimiento en México. De acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, su incidencia va en aumento y presenta una de las cifras negras más alarmantes del país, con niveles de denuncia extraordinariamente bajos. Ya no se trata de hechos aislados ni de prácticas marginales, sino de un mecanismo sistemático de sometimiento que lacera la economía, silencia a las víctimas y debilita la autoridad del Estado. Mercados, empresas, servicios de transporte, comercios informales, ciudadanos comunes e incluso plataformas digitales operan bajo amenaza.

Durante años, el marco legal vigente ha tratado la extorsión como un simple delito patrimonial, trasladando a las víctimas la responsabilidad de denunciar. Pero esa exigencia procesal ignora una verdad elemental: el miedo paraliza. ¿Cómo esperar que alguien que vive bajo amenaza se presente ante el Ministerio Público? El resultado ha sido una impunidad estructural, disfrazada de legalismo, que deja a las víctimas solas frente a sus agresores.

En ese contexto, el anuncio de una estrategia nacional para combatir la extorsión marca un punto de inflexión. La propuesta contempla una reforma constitucional que facultaría al Congreso de la Unión para expedir una Ley General contra la Extorsión, con un tipo penal único, agravantes específicas y sanciones homologadas en todo el país. Pero su mayor virtud radica en el cambio de lógica procesal pues ya no será la persona afectada quien deba poner en marcha la investigación penal, sino el Estado, que asumiría formalmente la calidad de víctima.

Este cambio permitiría que cualquier hecho que llegue a conocimiento de la autoridad —incluso de forma anónima— active de inmediato la obligación de investigar. El Ministerio Público y las corporaciones policiales ya no tendrían margen para justificar su pasividad con base en la falta de denuncia formal. La persecución penal dejaría así de depender del valor, la exposición o la resiliencia de la víctima, para fundarse en un deber institucional explícito.

La iniciativa se acompaña de medidas complementarias como la cancelación inmediata de líneas telefónicas utilizadas para amenazar, el fortalecimiento de fiscalías especializadas, la coordinación con las entidades federativas y el uso de inteligencia criminal. Se trata, pues, del diseño de una política pública de alto impacto.

Pero también es necesario advertir que ninguna reforma penal, por audaz que sea, funciona por sí sola ni puede operar con los mismos recursos de siempre. La historia está llena de buenas leyes que fracasan por falta de presupuesto, personal capacitado, protocolos claros o voluntad política. Así, perseguir de oficio un delito no garantiza que se le persiga bien. Y si esta iniciativa se queda en el discurso, el costo en términos de confianza institucional será aún más alto.

En un país donde millones han tenido que aprender a vivir con miedo y resignarse frente a la impunidad, el compromiso del Estado no puede ser simbólico. Debe estar a la altura del daño causado y del silencio impuesto. Si a la ciudadanía se le ha exigido valentía durante años, hoy es el Estado quien debe responder con el mismo coraje… y dar resultados.

Abogado penalista. X: @JorgeNaderK

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